23 de diciembre de 2012

Jesús, alegría de los hombres.




                         Cantata 147, Jesús, alegría de los hombres, J. S. Bach



                                                                     La luz solo es bella si está encarnada.
                                                                                                      Françoise Cheng

 
      Aunque Cristo naciera mil veces en Belén
      y no dentro de ti, tu alma estará perdida.
     Mirarás en vano la Cruz del Gólgota 
     hasta que se eleve de nuevo en tu interior.

                                                                                                        Angelus Silesius

 

Ya sabemos que la Navidad no es un tiempo de vacaciones, comidas familiares, regalos, luces y jolgorio. Los que la viven así no conocen su verdadero sentido, no viven la Navidad. Pero ¿la viven y la comprenden realmente los que parecen darle una dimensión cristiana? ¿La vivimos y comprendemos realmente, con lo más profundo del corazón?   
Si logramos soltar todo lo que no es la Navidad, podemos profundizar en el gran Misterio, el gran Milagro, que es el Nacimiento del Hijo de Dios como uno de nosotros.
 
Hace falta silencio, un gran silencio, real y fecundo, para experimentar la verdadera Navidad. El Verbo nace en el silencio de la noche. Si queremos que Él nazca en nosotros hemos de hacer silencio y vaciarnos, liberarnos de tanto ruido, palabras vanas, imágenes, distracciones, actividad innecesaria, todos esos ídolos, a veces aparentemente santos, que se oponen al Nacimiento eterno. Dice San Agustín: “Vacíate para que puedas ser llenado; sal para que se pueda entrar.” Liberémonos de todo lo que amenaza ese silencio, lo que impide que encarne, se geste y nazca en nosotros la Palabra.

Así lo expresa San Atanasio: "Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios". Frithjof Schuon insiste en que la venida de Cristo es "el Absoluto hecho relatividad, a fin de que lo relativo se haga Absoluto". Bendita relatividad, bendita multiplicidad, entonces, contemplada desde la esencia integral y unificante que nuestra condición restaurada de Hijos nos otorga.

Celebramos el Amor; Él nos ama tanto que hace que su Hijo nazca hombre. Si no fuera por el misterio del Amor, que solo en el silencio podemos experimentar y vislumbrar, el verdadero significado de la Navidad sería visto desde fuera como una locura. Que Cristo encarne en un niño, que Dios se haga hombre, esa locura maravillosa, nos da una dignidad que nada ni nadie puede quitarnos. Y también nos enseña a ser humildes, contemplando al mismo Dios, desvalido y envuelto en pañales, en un pesebre.

Estamos conmemorando la segunda creación del hombre. Desde el nacimiento de Jesús, el hombre tiene libre acceso a las dimensiones más elevadas de sí mismo. No hay amor más grande, no hay alegría mayor; podemos entrar en comunión con el Amor a cada instante, en ese eterno presente donde ya somos uno con Él.

Ese Amor encarnado, el resplandor de la naturaleza humana divinizada, enciende una chispa en el corazón del que está atento y dispuesto a acoger al Niño. El destino de esa chispa es crecer hasta que se convierta en un fuego purificador que nos transforme y queme lo que queda de hombre viejo, de viejo mundo, en nosotros. He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! (Lc 12, 49), nos dirá Jesús, treinta años después de su primera venida. ¿Cómo no reconocer que Él es nuestro amor, nuestra luz, nuestra alegría?
 
            En Belén se inicia el camino que nos permite recuperar la inocencia primordial, esa dimensión sin espacio ni tiempo ni coordenadas, en la que todas las cosas y todos los seres mueren para renacer en la Unidad, en un presente eterno, un único latido que trasciende las formas y los nombres, ante el único Nombre, que siempre está viniendo.

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