La luz solo es bella si está
encarnada.
Françoise
Cheng
Aunque Cristo naciera mil veces
en Belén
y no dentro de ti, tu alma estará
perdida.
Mirarás en vano la Cruz del
Gólgota
hasta que se eleve de nuevo en tu
interior.
Angelus
Silesius
Ya sabemos que la Navidad no
es un tiempo de vacaciones, comidas familiares, regalos,
luces y jolgorio. Los que la viven así no conocen su verdadero sentido, no
viven la Navidad. Pero ¿la viven y la comprenden realmente los que parecen darle
una dimensión cristiana? ¿La vivimos y comprendemos realmente, con lo más profundo del corazón?
Si logramos
soltar todo lo que no es la Navidad, podemos profundizar en el gran Misterio, el
gran Milagro, que es el Nacimiento del Hijo de Dios como uno de nosotros.
Hace
falta silencio, un gran silencio, real y fecundo, para experimentar la
verdadera Navidad. El Verbo nace en el silencio de la noche. Si queremos que Él
nazca en nosotros hemos de hacer silencio y vaciarnos, liberarnos de tanto ruido, palabras
vanas, imágenes, distracciones, actividad innecesaria, todos esos ídolos, a veces
aparentemente santos, que se oponen al Nacimiento eterno. Dice San Agustín:
“Vacíate para que puedas ser llenado; sal para que se pueda entrar.”
Liberémonos de todo lo que amenaza ese silencio, lo que impide que encarne, se geste y nazca en
nosotros la Palabra.
Así lo expresa
San Atanasio: "Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios". Frithjof
Schuon insiste en que la venida de Cristo es "el Absoluto hecho relatividad, a fin de que lo
relativo se haga Absoluto". Bendita relatividad, bendita multiplicidad, entonces,
contemplada desde la esencia integral y unificante que nuestra condición
restaurada de Hijos nos otorga.
Celebramos el Amor; Él nos ama
tanto que hace que su Hijo nazca hombre. Si no fuera por el misterio del Amor,
que solo en el silencio podemos experimentar y vislumbrar, el verdadero significado de la Navidad sería
visto desde fuera como una locura. Que Cristo encarne en un niño, que Dios se
haga hombre, esa locura maravillosa, nos da una dignidad que nada ni nadie puede
quitarnos. Y también nos enseña a ser humildes, contemplando al mismo Dios, desvalido y envuelto en pañales, en
un pesebre.
Estamos
conmemorando la segunda creación del hombre. Desde el nacimiento de
Jesús, el hombre tiene libre acceso a las dimensiones más elevadas de sí mismo. No hay amor más grande, no hay alegría
mayor; podemos entrar en comunión con el Amor a cada instante, en ese
eterno presente donde ya somos uno con Él.
Ese Amor encarnado, el resplandor de la naturaleza
humana divinizada, enciende una chispa en el corazón del que está atento y
dispuesto a acoger al Niño. El destino de esa chispa es crecer hasta que se
convierta en un fuego purificador que nos transforme y queme lo que queda de
hombre viejo, de viejo mundo, en nosotros. He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! (Lc 12, 49), nos dirá Jesús, treinta años después de su primera venida. ¿Cómo no reconocer que Él es nuestro amor, nuestra luz, nuestra alegría?
En Belén se inicia el camino que nos permite recuperar la inocencia primordial,
esa dimensión sin espacio ni tiempo ni coordenadas, en la que todas las cosas y
todos los seres mueren para renacer en la Unidad, en un presente eterno, un único
latido que trasciende las formas y los nombres, ante el único Nombre, que
siempre está viniendo.
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