12 de enero de 2013

Una cruz en el Jordán, preludio del Gólgota. Agua, Espíritu Santo y fuego.

The Baptism of Jesus (El bautismo de Jesús) by Carl Bloch
                                          El Bautismo de Jesús, Carl Bloch


Evangelio de Lucas 3, 15-16.21-22 

En aquel tiempo, el pueblo estaba expectante y todos se preguntaban en su interior sobre Juan, si no sería el Mesías. Juan les respondió dirigiéndose a todos: “Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego.
Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado. Y, mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma, y vino una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco.”

 
            Acabamos de vivir la Navidad, fiesta de la confianza y la alegría. Hemos acunado al Niño en los brazos, junto al pecho, con ternura maternal (en la Eucaristía del día 1 tuve la gracia de vivir, más allá de lo sensible o explicable, esta experiencia reveladora que jamás olvidaré).
No hay nada que temer; toda nuestra vida está en Sus manos porque hemos permitido que Él nazca en nosotros. Desnuda de afanes mundanos, ambiciones, miedo, egoismo, vanidad, el alma se ha convertido en seno acogedor para que el Hijo de Dios encuentre su morada.
            Y lo más maravilloso de este Misterio de Amor, es que Él quiere nacer en cada uno y quedarse para siempre. Sí, Él quiere ser uno contigo, como lo es con el Padre, para acompañarte, guiarte, transformarte, ser tu fuerza si flaqueas, tu decisión si dudas, tu esperanza cuando amenaza el desaliento.
 
Qué amor increíble ha querido nacer en ti para elevarte y llenarte. Todos los esquemas saltan por los aires. De qué nos sirve una vida de ambición y esfuerzo por triunfar, lograr más, llegar a más, si todo un Dios ha vivido una existencia discreta y humilde, hacia dentro, con el Padre, sin alardes ni alharacas.
Él no era alguien famoso o distinguido antes de su vida pública. Pudo haber elegido serlo, pero no era necesario. Tenía demasiado nivel, por expresar de algún modo su infinita grandeza, para tener que demostrarlo, demasiada seguridad para necesitar afirmarse, demasiado poder para hacerlo evidente.
El que era la Vida vivió callado, el que era la Verdad no hizo alarde de ello, el que era el Camino pasó de puntillas, hasta que llegó la hora de predicar el Reino.
¿Qué pretendemos nosotros? ¿Precisamos realmente reconocimiento y apoyos externos? ¿Necesitamos que el mundo nos apruebe y aplauda? ¿O nos basta seguir caminando de la mano de Aquel que es puro Amor, que Lo Es todo?

           El domingo pasado celebrábamos la Epifanía, la manifestación del Niño Jesús como Hijo de Dios ante los Magos de Oriente, símbolo de todos los pueblos de la tierra. La liturgia une, en un tríptico, esta manifestación de la filiación divina de Jesús a otras dos: Su Bautismo en el Jordán, que conmemoramos hoy, y las Bodas de Caná, que lo haremos el domingo que viene.

          Después de su humilde nacimiento y de una infancia y juventud discretas, silenciosas, cotidianas, Jesús recibe el bautismo de agua de manos de Juan, como cualquiera, uno más en el grupo. Cómo no agradecer y valorar esta lección de humildad, esencial en el cristianismo.
           Los milagros que vendrían después, signos, los llama Juan en su evangelio, no hicieron que Jesús se envaneciera lo más mínimo. Los realizaba porque eran necesarios para que los receptores y los testigos de esos signos –los de entonces y nosotros, pues la Buena Nueva es atemporal y universal– comprendiéramos y despertáramos a la verdad. Pero siempre lo hacía con discreción, sin darse bombo, pidiendo muchas veces que no lo dijeran.

            En el bautismo de Juan,  la inmersión en el agua simbolizaba un cambio de vida, después de una conversión sincera. El bautismo de Espíritu Santo y de fuego con que nos bautiza Cristo hace posible un verdadero renacimiento, una vida realmente nueva, que es ya participación de la vida divina.

           Hoy contemplamos a Jesús, el Cordero Inmaculado, recibiendo un bautismo de penitencia. Dicen los Padres de la Iglesia que, aunque no tenía pecado que purificar ni conversión que experimentar, se bautizó para dar vigor sacramental al rito. Algunos exégetas modernos creen que lo hizo para dar ejemplo. Lo cierto es que el bautismo del Señor en el Jordán es preludio del bautismo de sangre que recibe en el Calvario. El que, sin tener mancha ninguna, es bautizado con agua, como los pecadores, asumirá en la Cruz el pecado de toda la humanidad, presente, pasada y futura. Ambos bautismos los está realizando por nosotros, por nuestra salvación.

            En el Jordán, somos testigos de una teofanía fulgurante. Es el Padre el que revela la Misión atemporal de la que el Hijo se hace plenamente consciente en este momento crucial. Nunca mejor dicho, pues ya aparece la cruz, en la que intersecciona lo vertical con lo horizontal, la eternidad con la historia, lo espiritual con lo material, lo divino con lo humano. Comienza el drama sagrado, necesario para hacernos recuperar la semejanza que perdimos cuando la soberbia nos separó de Dios. Se inicia el bendito drama de la Salvación que acabará en otra cruz, la del Gólgota, y con un sepulcro vacío. Felix culpa, dijo San Agustín. “Feliz culpa que mereció tal Redentor”.

            Con el bautismo de Jesús en el Jordán no queda instituido el sacramento del Bautismo. Hacía falta que el Cordero de Dios, al que Juan reconoció en aquel hombre que venía a ser bautizado como los demás, fuera inmolado. Hacía falta un bautismo tremendo, de sangre, para que el ser humano –redimido por la sangre purísima del que cargó sobre Sí con todo el pecado y todo el sufrimiento del mundo– fuera digno de recibir el bautismo de fuego y de Espíritu que surge en Pentecostés. Porque el Espíritu Santo que baja en el Jordán como paloma, volverá a bajar para encender los corazones, cuando el Hijo amado haya muerto y resucitado por nosotros.

El Hijo es la imagen de la divinidad para nuestros ojos. Mirándole, vemos a Dios, escuchándole oímos Su Palabra, siguiéndole, acatamos la voluntad divina.
La vida en el mundo es un entrenamiento temporal para la verdadera vida, eterna e ilimitada. Es aquí donde hemos de vencer el egoísmo, trascendiendo el miedo, la ignorancia, la soberbia que divide y separa, para ir configurándonos con Cristo, que nos quiere a su lado, con El y en Él, no en un futuro remoto, sino ahora y por siempre. No olvidemos que el mensaje de la Navidad es que el Hijo de Dios se hace hombre para que el hombre se haga hijo de Dios.
El Espíritu Santo y el fuego con que Cristo nos bautiza van transmutando en espíritu todo lo que es puramente material, en luz las sombras, en paz los conflictos, en gozo el sufrimiento.

A veces hemos pretendido adulterar y rebajar la verdadera religión, cuya esencia es el intercambio, la comunicación y la unión del Espíritu de Dios con el espíritu del hombre, reduciéndola a fórmulas y ritos, a menudo vacíos por la superficialidad con que se viven. Esto ha separado a muchos de la Verdad y la Vida que se nos han manifestado en Jesucristo. Los que no han caído en las redes de una falsa religión externa, sin contenido, y siguen a Jesucristo en Espíritu y en Verdad, son vivificados por el Agua de Vida y el Fuego del Espíritu Santo que crea y regenera. Estos no han perdido el entusiasmo que confiere estar llenos de la presencia de Dios y actúan movidos por la inocencia y la libertad del Amor que nació en Belén, se manifestó ante los Magos, y se volvió a manifestar en el Jordán, cuando la Paloma bajó hacia Él y la Voz del Padre reveló su filiación divina.

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