23 de febrero de 2013

Hijos de la Luz. Realizarse en alegría.


Evangelio de Lucas 9, 28-36

En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Juan y a Santiago a lo alto de una montaña, para orar. Y mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos.  De repente dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que aparecieron con gloria; hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se caían de sueño; y espabilándose vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús: “Maestro, qué hermoso es estar aquí. Hagamos tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. No sabía lo que decía. Todavía estaba hablando cuando llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube decía: “Este es mi Hijo, el escogido; escuchadlo”. Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.


                                             La Transfiguración, Carl Bloch

 
                                    En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente.

                                                                                                                    Col 2,9

 
                     La gloria que Cristo nos trajo era nuestra.
Él vino para que cayésemos en la cuenta.

                                  Maestro Eckhart


  El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad (Jn 1, 14). Cristo encarnó; nosotros también hemos de encarnar, encontrando ese cuerpo profundo donde es posible el Misterio. El que se ha hecho uno con Jesús, miembro eterno de su Cuerpo Místico (1Cor 12, 27), se alimenta de Su luz, el universo lo atraviesa y está completamente vivo.

             Cuando lo interior se hace exterior y empezamos a vivir en el centro que somos, transmutando lo que nunca fuimos, la luz del Tabor se enciende como una llama, al principio pequeña, casi imperceptible, que poco a poco va creciendo, iluminándonos desde dentro y mostrando su fulgor a quienes han encendido también esa llama en su corazón. Entonces vivimos ya en la eternidad, llenos de gracia y de verdad, y la gloria del Padre, presente en el alma, nos hace comprender que la Transfiguración no es un relato pascual fuera de sitio, sino una auténtica experiencia a la que estamos llamados. Quien se mira en Dios para unirse a Él, no solo puede acceder a esa experiencia, sino que, en las dimensiones atemporales que la mística permite vislumbrar, está gozando ya, todo su ser transfigurado, de la Pascua eterna.

            Somos hijos de la luz (Ef 5, 8). El camino del cristiano es un encuentro con la luz que, si no se vive hoy, difícilmente nos esperará en la vida futura. Jesús es la luz del mundo (Jn 8, 12) y, con Él, somos la luz del mundo (Mt 5, 14).
 
            ¿Y el cuerpo? ¿Es un obstáculo para ese encuentro? Al contrario, es vehículo, instrumento fiel para quien es consciente de ese cuerpo interior que se va encendiendo, alumbrando, transfigurando en el otro. Porque, cuando el espíritu está unido a Dios, vivimos trascendiendo las dimensiones conocidas y hasta el cuerpo físico es capaz de transmitir una luminosidad nueva, como si los parámetros de belleza y dimensiones de la tierra se hubieran quedado pequeños, incapaces de expresar esa energía tan sutil. Es la Presencia, que nos realiza en alegría y se manifiesta en la luz, que se expande a lo ancho y a lo alto, en lo profundo y lo vertical, en una dimensión a la que aún no sabemos dar nombre, ni falta que nos hace.
 
El verdadero arte puede llegar donde no llega la mente. Vuelvo a recurrir al arte, una imagen y un poema, para intentar expresar lo inefable, ese destino de luz que ya somos, bajo las capas de sombra, miedo, egoísmo y confusión que nos ocultan.
 
            Dejo que sea de nuevo Martín Martínez Pascual, en ese Tabor que fue su dies natalis, quien exprese todo infinitamente mejor de lo que puedo escribir. El halo de su espíritu corporeizado y su mirada radiante iluminan, guían, inspiran, sostienen. Es la transfiguración a la que estamos llamados. Su imagen, profunda catequesis sin palabras, vale más que todos los tratados sobre la santidad. Alcanzar esa cima de unión con Dios nos hará libres, como él.
 

 

HIMNO Nº 15 AL AMOR DIVINO

Nos despertamos en el cuerpo de Cristo
cuando Cristo despierta en nuestros cuerpos.
Bajo la mirada y veo que mi pobre mano es Cristo;
él entra en mi pie y es infinitamente yo mismo.
Muevo la mano, y esta, por milagro,
se convierte en Cristo,
deviene todo él.
Muevo el pie y, de repente,
él aparece en el destello de un relámpago.
¿Te parecen blasfemas mis palabras?
En tal caso, ábrele el corazón,
y recibe a quien de par en par
a ti se está abriendo.
Pues si lo amamos de verdad,
nos despertamos dentro de su cuerpo,
donde todo nuestro cuerpo,
hasta la parte más oculta,
se realiza en alegría como Cristo,
y este nos hace por completo reales.
Y todo lo que está herido, todo
lo que nos parece sombrío, áspero, vergonzoso,
lisiado, feo, irreparablemente dañado,
es transformado en él.
Y en él, reconocido como íntegro, como adorable,
como radiante en su luz,
nos despertamos amados,
hasta el último rincón de nuestro cuerpo.
 
                                                                       Simeón el Nuevo Teólogo

 

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