9 de febrero de 2013

"Rema mar adentro."


Evangelio de Lucas 5, 1-11

En aquel tiempo, la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la Palabra de Dios, estando él a orillas del lago de Genesaret. Vio dos barcas que estaban junto a la orilla; los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes. Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente. Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: “Rema mar adentro, y echad las redes para pescar”. Simón contestó: “Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos sacado nada; pero, por tu palabra, echaré las redes”.Y, puestos a la obra, hicieron una redada de peces tan grande que reventaba la red. Hicieron señas a los socios de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús, diciendo: “Apártate de mí, Señor, que soy un pecador”. Y es que el asombro se había apoderado de él y de los que estaban con él, al ver la redada de peces que habían cogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Jesús dijo a Simón: “No temas; desde ahora, serás pescador de hombres”. Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron.
 

Rafael. La pesca milagrosa
                                            La pesca milagrosa, Rafael Sanzio


Las lecturas de este domingo nos remiten a tres llamadas, tres vocaciones: la de Isaías, la de Pablo y la de los primeros apóstoles. En las tres aparece ese descenso necesario a lo más profundo del alma para experimentar el contraste entre nuestras sombras y miserias, nuestras limitaciones e incapacidades, nuestra fragilidad, y la luminosa, omnipotente presencia divina, que irrumpe en la vida de aquel que es escogido y llamado para una misión.

La vocación de los apóstoles es, como la de Isaías, que narra la primera lectura con una teofanía fulgurante (Is 6, 1-2a.3-8), un ejemplo de disponibilidad. El profeta siente temor ante el Señor, como Pablo lo sintió al caer del caballo. También siente ese santo temor Pedro, después del signo prodigioso de la pesca, al ser consciente de su propia pequeñez ante la grandeza de Dios, al que ya puede ver en Jesucristo. Por eso pasa, de dirigirse a Él como Maestro, a invocarlo como Señor. Los tres sintieron la indignidad del pecador, que es la puerta a la verdadera dignidad. Por eso son llamados y enviados. Y dicen sí porque reciben el don de la fe, que los hace hombres nuevos, valientes y libres. 

       El pasaje del Evangelio de Lucas marca claramente tres momentos en la vocación de todo discípulo, a veces simultáneos, aunque casi siempre sucesivos:
-          La escucha de la enseñanza, la palabra sembrada en el corazón.
-          El asombro y la admiración por los signos exteriores o interiores.
-          La decisión de aceptar la vocación. Entrega y seguimiento incondicionales.

       En Nazaret, sus paisanos habían intentado despeñarlo por un barranco; en el lago de Genesaret, las multitudes se agolpan para escucharlo. El mensaje es el mismo, y también el mensajero, el mismo que hoy nos sigue hablando, enseñando, mostrando signos prodigiosos (para el que tiene ojos que ven) y llamando a cada uno por nuestro nombre (para el que tiene oídos que oyen).
      No hay mejor manera de compartir el camino del cristiano que remitirnos a Jesús y Su Palabra, abandonando prejuicios y consideraciones, como hace Pedro. El Mensaje desnudo es el crisol que nos transforma y nos prepara para seguirlo e imitarlo. Porque el Evangelio, la buena nueva de Cristo resucitado, es el Camino, como recuerda Pablo en la segunda lectura (1 Cor 15, 1-11).

          Los apóstoles ya conocían a Jesús, lo sabemos por Juan (Jn 1, 37-38). Primero lo conocieron Andrés y el propio Juan, discípulos del Bautista. Jesús les preguntó: “¿Qué buscáis?” Ellos respondieron: “Maestro, ¿dónde vives?” Y Él les dijo: “Venid y veréis”. Qué diálogo tan profundo en su aparente sencillez, qué riqueza de significados para el alma del discípulo. No se puede decir más con menos palabras. Luego vino esa larga e íntima conversación que el Evangelio esboza, conciso y sutil (Jn 1, 39). Después, como en una danza de alegre generosidad, fue aumentando el grupo de los escogidos para seguir a Jesús. Andrés y Juan (siempre discreto cuando habla de sí mismo) se lo dijeron a sus respectivos hermanos mayores: Simón y Santiago (Jn 1, 40-42). Luego vino Felipe (Jn 1, 43), Natanael (1,47) y, más tarde, los demás.

En la escena que hoy leemos en Lucas, podemos suponer que ya habían tenido tiempo para madurar la decisión, pues era necesario un cambio radical y un seguimiento absoluto. Por eso, cuando Jesús los invita a seguirlo y compartir su misión, no preguntan nada, dejan todo y lo siguen, porque la semilla ya estaba creciendo en su corazón desde el primer encuentro.

     La metáfora de la pesca aparece a menudo en el Evangelio (Mt 4, 18-22; Mc 1, 16-20) y también en el Antiguo Testamento (Ezeq 47, 10; Hab 1, 14-15). El símbolo del pez, usado por los primeros cristianos para reconocerse, contiene la esencia de la Revelación. Las letras de la palabra pez en griego, Ichthys, como vemos abajo, son las letras iniciales de la frase: "Jesús, el Cristo, Hijo de Dios, Salvador".
                                          


           Pescadores, hombres sencillos y humildes, escogidos para seguir a Jesús, el Cristo, el Mesías, y ayudarle a extender la buena nueva. Dejan todo por Él, a cambio de una promesa de paz y de amor para todos. Como dice Giovanni Papini, “el pescador es el hombre que sabe esperar, el hombre paciente que no tiene prisa, que echa su red y confía en Dios.” Humildad y paciencia, generosidad, pobreza de espíritu y confianza, virtudes que hoy escasean y debemos adquirir para ser fieles a la vocación aceptada. Ellos son capaces de soltar las redes: todo lo que separa, aísla y diferencia, y cambiarlo por la entrega, el servicio, el amor. Un discípulo está dispuesto a soltar cuanto lo mantiene apegado a su egoísmo, liberarse del lastre y caminar sin  mirar atrás. Porque "nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás vale para el reino de Dios" (Lc 9, 62).

            "Te basta mi gracia, pues la fuerza se realiza en la debilidad" (2 Cor 12, 9), le decía el Señor a Pablo cada vez que su voluntad flaqueaba. Nos basta su gracia también hoy. Aunque nuestras fuerzas vacilen y las dudas nos quebranten, confiamos en una voluntad infinitamente superior, la de Jesucristo. Su Palabra es nuestra luz y nuestra entereza, la fuente de toda abundancia, siempre mucho más allá de lo esperado o lo previsible, como en la escena de la pesca milagrosa.

Rema mar adentro, intérnate en lo más profundo de tu ser, en esos espacios abisales de peligro y oscuridad, de inseguridad y desvalimiento. Rema mar adentro, adéntrate en tu alma, no te quedes junto a la orilla, donde todo resulta familiar y hacemos pie. La misión es para valientes, para los que se atreven a explorar sus propias profundidades, habitadas por monstruos y demonios, entidades malignas y sirenas perversas que siempre acechan, atrapan y esclavizan al que se deja engañar porque no está atento, o no está en su centro, abrazado al mástil de la Verdad. 
           "Y ¿qué es la Verdad?" (Jn 18, 38), dijo el pusilánime pretor, con un nudo en la garganta. La Verdad no es una idea o un concepto, ni siquiera un estado o nivel de conciencia que haya que buscar, encontrar o alcanzar. La Verdad, como recordábamos días atrás, es una Persona, Jesucristo, que te llama, te busca y te encuentra; una Persona en la que, por Amor, ya somos Uno.

Qué privilegio ser llamado por el mismo Jesús, pensamos… ¿Lo seguiríamos hoy? ¿Lo seguimos? ¿Lo escuchamos siquiera?
            Porque Él continúa llamándonos, a cada uno por nuestro nombre; nos está diciendo: “sígueme”, con una llamada personal y directa. Es Él quien nos busca, nos encuentra y nos llama, aunque pueda parecer lo contrario, que somos nosotros los buscadores.
            ¿Respondemos con un sí rotundo e incondicional?
            Para pronunciar ese “Sí”, es necesario transformarse por dentro, hasta ser capaces de vivir de otra manera, pensar y sentir de forma radicalmente diferente.
 
                                          

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