Evangelio de Marcos 8, 27-35
En
aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de
Felipe; por el camino preguntó a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que soy
yo?” Ellos le contestaron: “Unos, Juan Bautista; otros, Elías, y otros, uno de
los profetas”. Él les preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy?” Pedro le
contestó: “Tú eres el Mesías”. Él les prohibió terminantemente decírselo a
nadie. Y empezó a instruirlos: “El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho,
tiene que ser condenado por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser
ejecutado y resucitar a los tres días”. Se lo explicaba con toda claridad.
Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió, y de
cara a los discípulos, increpó a Pedro: “¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú
piensas como los hombres, no como Dios!” Después llamó a la gente y a sus
discípulos y les dijo: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí
mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida,
la perderá; pero el que pierda su vida por el Evangelio, la salvará”.
Evangelio de Mateo 16, 13-19
Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?” Ellos contestaron: “Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas”. Él les preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Simón Pedro tomó la palabra y dijo: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Jesús le respondió: “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo”.
Evangelio de Lucas 9, 18-24
Junto al Evangelio de hoy,
las versiones paralelas de Mateo y de Lucas.
Si Mateo subraya la
institución de la Iglesia y la primacía de Pedro, en Lucas, el evangelista
de la ternura de Dios, como señala Francesc Ramis, la llamada es universal,
nos mueve y pide una respuesta decidida, radical, nunca tan necesaria como en
estos últimos tiempos de temor y temblor donde se es o no se es
discípulo, se está o no se está junto al Maestro, que nos enseña a decir sí,
cuando es sí, y no, cuando es no…
Desde
el principio de su Evangelio, Marcos proclama que Jesús es el Mesías esperado: “Comienzo del evangelio de Jesús, el Mesías”
(Mc 1,1). La escena de hoy está en el centro de su
Evangelio, porque es el eje central de su relato, cuyo propósito más evidente
es mostrarnos qué tipo de mesianismo es el de Jesús. Por eso, a diferencia de
Mateo que da un salto en la escena y de Lucas que la omite, Marcos se centra
rápidamente en la sorprendente reacción de Jesús ante el empeño de Pedro de que
evite Su Camino de Cruz. Marcos no presenta a un Mesías triunfal según el
mundo, sino a un Dios que se hace hombre por amor y entrega su vida para la
salvación de todo el que la acepte
Si alguien pudiera demostrarme que la verdad está
fuera de Cristo y que realmente Cristo está fuera de la verdad, preferiría
estar con Cristo antes que con la verdad.
Dostoievski
La
trascendencia de lo que Jesús está preguntando se anuncia ya en el inicio de la
escena. Cada evangelista lo muestra de una manera. No se trata de una conversación
como cualquier otra. En Lucas, Jesús estaba orando solo, en presencia de sus
discípulos. La cuestión surge de la oración, de la comunión con el Padre, y
se dirige al corazón de los discípulos, a nuestro corazón. En Mateo y
Marcos van de camino, se dirigen a Cesarea de Filipo, que no es un lugar
cualquiera. Jesús ha escogido bien el tiempo y el lugar de la Revelación que
hoy nos ofrece, porque es "hoy" cuando quiere que le digamos Quién es Él para
cada uno de nosotros.
En aquel
momento, los apóstoles ya le habían reconocido como Mesías. Sin ir más
lejos, después de que manifestara Su poder contra los elementos, al apaciguar
la tempestad. Pero la doble pregunta es planteada en un momento crítico,
pues muchos discípulos han decidido no seguir, porque el camino les
resulta demasiado duro e incomprensible. Son los que no han sido capaces de ver
que solo Él tiene palabras de vida eterna. Además, han empezado a recrudecerse
las hostilidades contra un Mesías tan incómodo para tantos.
Cesarea
de Filipo se encuentra a los pies del monte Hermón. Un lugar hermoso,
refrescante, con ciervos, como canta el Salmo 42: “Como el ciervo brama por las
corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene
sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo vendré, y me presentaré delante de Dios?”. Todo
habla del Mesías anhelado en la escena, si estamos atentos a estas claves.
Cesarea de Filipo está también muy cerca del Mar de Galilea En Isaías 9:1,
leemos: “Mas no habrá siempre oscuridad para la que está ahora en angustia, tal
como la aflicción que le vino en el tiempo que livianamente tocaron la primera
vez a la tierra de Zabulón y a la tierra de Neftalí; pues al fin llenará de
gloria el camino del mar, de aquel lado del Jordán, en Galilea de los
gentiles.”
Después de que
Pedro responda con espontaneidad y contundencia, en nombre de los doce, Jesús
les pide que no lo digan, que guarden silencio para que sigan ahondando en sus
corazones hasta llegar al sentido último de esta respuesta, y también para que
asimilen el nuevo anuncio de la pasión y las condiciones para ser verdadero
discípulo.
Y ahora,
callad para que todo se cumpla; y luego, hablad para que el mundo lo sepa. Los
anuncios de su pasión y muerte son siempre privados, en la intimidad del grupo
más cercano.
Ahora Pedro ha
manifestado el sentimiento de los apóstoles, madurado en esa íntima cercanía
con el Maestro, pero solo después de la Pasión y de la venida del Paráclito,
tendrán un conocimiento total y profundo de Quién es Él.
Jesús nos
lleva a ahondar en nuestro propio corazón porque la experiencia del encuentro
con Él es personal; de ahí que la pregunta vaya de lo exterior a lo interior.
De la
respuesta que demos, depende cómo sigamos el camino de discípulo, con qué
entusiasmo, con qué compromiso. Y luego, en la segunda parte de este Evangelio,
pone todas las cartas sobre la mesa para que el que decida seguirle sepa a qué
se enfrenta.
Apártate
Satanás nos dice tantas veces. Satanás, el príncipe de este mundo, el diablo, el
separador… Como nos preguntamos Quién es Él para nosotros, preguntémonos también
qué es lo que Jesús quiere apartar de nosotros y en nosotros, qué hay del
príncipe del mundo en cada uno. Apártate, renuncia a lo que te encadena a la
lógica diabólica, separadora del mundo, suelta lo que hay en ti que te impide
entregarte y aceptar la voluntad de Dios en tu vida… Llama a Pedro Satanás para
que suelte la lógica divergente del mundo de los hombres, dualista, lineal, de
triunfalismo y competencia.
La
lógica de Jesús es otra muy diferente; es la entrega por amor, la aceptación
alegre y coherente de la Voluntad del Padre. Una lógica que sorprende, porque
la mente no puede entender ni aceptar que los últimos sean los primeros y que
todo un Dios sirva y se humille hasta la muerte destinada a los malhechores.
Él
no deja de interpelarnos: ¿Quién decís que soy? ¿Permanecéis en mí y mis
palabras en vosotros? (Jn 15, 7) ¿Os sentís tan unidos a mí que vuestra
tristeza se convierte en alegría? (Jn 16, 20) ¿Lográis recordar, en las luchas,
que Yo he vencido al mundo? (Jn 16, 33).
Mirar
a Jesucristo, contemplar su vida, escuchar su enseñanza, asistir a su
sacrificio supremo, es la mejor vía para llegar a comprender qué es el reino de
los cielos en la tierra. Porque en Él confluyen todos los caminos que hasta su
nacimiento querían llegar hasta Dios. Y ya no es que Él sea un atajo, bien
claro lo dijo: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Lo anterior a Jesucristo
es promesa, anuncio; lo posterior es incorporación, unión con Él. Y el que se
une a Cristo, se consagra a su seguimiento, vive ya en al reino de los cielos.
Siendo uno con Él, lo que Él realizó nos pertenece, forma parte de nuestra
nueva naturaleza.
Poco
después, como respuesta a la confesión de fe de Pedro en nombre de todos los
apóstoles, tres de ellos: el mismo Pedro, Juan y Santiago, serán testigos de la
gloria de Jesús en el Tabor, que prefigura la luz pascual de la Resurrección.
El “Yo Soy” se realiza en la Persona de Cristo: solo Él se ha revelado en “Yo Soy”, porque es el Hijo de Dios. En Él contemplamos la unión del cielo y de la tierra, del interior y del exterior y de todas las antinomias. Por eso decimos que Jesucristo es la Palabra definitiva de Dios, que se inmola a Sí mismo a través de Su Hijo, en un sacrificio irrepetible, donde Él es a la vez víctima inocente e inmortal, sacerdote todopoderoso, altar perpetuo y fuego puro. Si miramos el misterio del Calvario y la Resurrección con los ojos del corazón, descubrimos que el reino de los cielos es Jesucristo. Si la Encarnación es ya un acto de amor infinito de Dios hacia el hombre, su Sacrificio y su Resurrección son la plenitud de ese amor.
¿Qué buscaba Jesús planteando esta doble pregunta? ¿Qué resortes internos pretendía activar? De sobra sabe lo que dicen de Él, y conoce también lo que sienten los apóstoles. Siendo ellos débiles e inseguros, confesar la fe fortalecerá el compromiso necesario para la noche que se cierne sobre todos ellos; y sobre nosotros, habitantes del reino, exiliados en la gran tribulación.
Responder a la pregunta exige reacomodar mente, alma y corazón, para que, al manifestar Quién es para nosotros, podamos decirnos, a la vez, quiénes somos para Él. Supone salir de la tibieza que nos mantiene aletargados en la rutina muelle de nuestras comodidades. Responder es despertar, y bien sabe Jesús que para seguirle hay que estar despierto. Mientras uno no es capaz de plantearse para qué sigue a Cristo, en realidad no Le sigue, se deja llevar por la inercia, como en una manifestación masiva, en la que te ves arrastrado e incapaz de salir o de cambiar el rumbo.
Por eso me atraen y me inspiran los testimonios de los conversos, modelo de sinceridad y consciencia. Puestos a escoger, me quedo con el cardenal Newman, Chesterton y C. S. Lewis. Por la misma razón, no me dejo llevar por la tristeza que me embarga cuando pienso en los años que pasé aparentemente lejos de Jesucristo. No solo porque sé que la decisión de volver a seguirle es lo mejor que he hecho, sino porque Él siempre acaba demostrándome que, en realidad, nunca estuvo lejos, que siempre permaneció su imagen luminosa, su cruz y su Palabra en el centro de mi vida, como raíz, como horizonte, como sentido y meta.
Aquel proceso –no fue un instante, ni un día, aunque sí recuerdo un anochecer crucial, cénit inolvidable– que me llevó a plantearme Quién es Él para mí, me obligaba a averiguar quién soy yo. Y ahora la pregunta que me sigo haciendo para no volver a perderme es ¿quién soy yo para Él? Porque, si algo tengo claro después de tanto tiempo, tanta ausencia, tantos dones, es que sin Él no soy nada y con Él soy todo, así que mi destino es ser Suya y vivir por y para Él.
Podríamos pasar toda una vida o mil vidas de sueño e indolencia sin preguntarnos por nuestra más profunda identidad. Hacernos la pregunta esencial ¿quién soy yo?, que sucede de forma natural a ¿Quién es Él?, supone despertar y prepararse para vivir en el Reino. Así saldremos de las casualidades, lo accidental, lo inconsciente y mecánico, para edificar sobre roca una vida consciente y perdurable. Y no nos dejaremos arrastrar por la corriente, sino que seremos timoneles de nuestro destino.
Cuesta ahondar, claro que cuesta, por nuestra naturaleza caída, que se encadena a lo superficial a través de sensaciones, comodidades, seguridades… Pero antes o después hemos de tomar partido y escoger un sendero frente a otro. ¿Por qué no hacerlo ahora, que todavía hay luz? ¿Por qué no hacerlo antes de que sea demasiado tarde?
Preguntando Su nombre, pues ese es el fondo del doble interrogante de hoy, nos está preguntando nuestro nombre. Él podría decírnoslo, pero no nos serviría. Es necesario un esfuerzo de introspección para despojarnos de esa piel muerta de serpiente que nos asfixia y nos confunde con lo que ya no somos. Jesús quiere escuchar la confesión sincera y desnuda de los apóstoles, para que ellos/nosotros la escuchemos y la aprendamos para siempre. Porque, al decir Quién es Él, decimos a la vez quién somos, nuestro nombre verdadero, el nombre interior que anima nuestro ser, y esa respuesta consciente fortalece e inspira, nos confirma en la Misión. Pronunciar nuestro nombre verdadero es negar el viejo nombre y renunciar a la vida para salvar la Vida.
De igual modo, confesar Quién es Él conlleva coger la cruz cada día y seguirle, para amar como Él hasta el final y demostrar con las obras lo que hemos manifestado con la boca, con el pensamiento y con el corazón. No hay vuelta atrás para el que es sincero y consecuente; nuestra vida ya no nos pertenece, por eso nuestro cometido no es protegerla o conservarla, sino ofrecerla gratuitamente como Jesucristo.
Cada sufrimiento, grande o pequeño, cada frustración, cada angustia, cada ausencia, cada traición, vividos con consciencia y compromiso, supone atravesar con Él uno de sus desiertos o acompañarle, velando, en Getsemaní.
Como cristianos, debemos “repensarnos” una y otra vez, ponernos en cuestión a nosotros mismos y las creencias y prejuicios que nos condicionan y nos alejan de la Luz que es Jesucristo. Si nos resistimos a morir a las tinieblas del ego, no podemos nacer por segunda vez para ser Sus discípulos. El auténtico y bienaventurado pobre de espíritu ha de estar dispuesto a negarse a sí mismo, a vencerse y transformarse, renunciando a lo que impide ser discípulo, para poder decir como San Pablo: "vivo, pero no soy yo, sino Cristo que vive en mí" (Gál 2, 20). Solo entonces encontramos la fuerza necesaria para cargar cada día con nuestra cruz y seguirle.
Salmo 114, Felix Mendelssohn
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