Evangelio de Lucas 23, 35-43
En aquel tiempo, las autoridades y hacían muecas a Jesús, diciendo: “A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido”. Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: “Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”. Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: “Este es el rey de los judíos”. Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: "¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros". Pero el otro lo increpaba: “¿Ni siquiera temes tú a Dios estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha faltado en nada”. Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Jesús le respondió: “Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Celebramos la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo. Coincide con la clausura del Año de la Misericordia, que proclamó el papa Francisco. Dimas, cuyo nombre conocemos por los evangelios apócrifos, uno de los protagonistas del evangelio que hoy contemplamos, el primer santo y el único “canonizado” por el propio Jesucristo es, además de maestro de oración, ejemplo de cómo acoger la misericordia de Dios.
En www.diasdegracia.blogspot.com otra mirada, otra contemplación del Misterio de un Dios que escoge, por amor, un patíbulo como trono. Es lo bueno de escribir en dos blogs; son como dos hermanos, diferentes en apariencia, con personalidades distintas, pero con la misma sangre, la misma tinta, que quisiera ser digna de alabar al Rey del universo.
“Mi reino no es de este mundo” (Jn 18, 36), dijo el reo sereno al tembloroso pretor, antes de ser coronado de espinas. Y aún así, es Rey de todo el universo, también de este mundo perecedero, cuyo siniestro príncipe fue vencido y destronado por Él.
En el Gólgota fue derrotado el imperio del egoísmo, la soberbia y la muerte, y fue instaurado el reino de la gracia y el amor. Jesucristo, Rey del universo, no solo porque lo haya conquistado a través de la cruz, siempre fue Rey, por herencia, desde la eternidad: “En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.” (Jn 1, 1)
Es Rey de todo, lo manifiesto y lo no manifiesto, lo visible y lo invisible, incluido nuestro mundo de tribulación. Pero Su reino no es de este mundo, viene de lo alto y hacia allí nos conduce a cuantos queramos reconocer Su majestad.
El primer súbdito fue un ladrón, un "malhechor", muchos primeros serán últimos, y muchos últimos primeros, (Mc 10, 31). Si decidimos ser súbditos de ese reino de gracia y de luz hemos de seguir a un Rey que, después de mostrar su mansedumbre en un juicio demencial, fue humillado, torturado y clavado desnudo en una cruz, para morir entre dos delincuentes. “Crucificaron con Él a dos ladrones. Uno a la derecha y otro a la izquierda.” (Mt 27, 38)
Hay tres cruces en el Calvario; sigue habiendo tres cruces; en la del centro está clavado el Rey del universo.
A su izquierda está Gestas, el soberbio ladrón impenitente, burlándose del Rey. Ebrio de arrogancia y sorna hasta en la muerte, no quiere darse cuenta de que está al borde del abismo, y se recrea un poco más en su turbio sueño de locura y prepotencia.
A la derecha del Rey, agoniza otro ladrón que, pesar de su vida miserable, plagada de graves errores, ha conservado en el corazón la pureza suficiente para reconocer la majestad de su compañero de suplicio. Y es capaz, en un solo instante de fe arrolladora, de merecerlo todo, de conquistar el reino, y se convierte en modelo y maestro de oración, enseñándonos a pedir desde la nulidad, desde la más absoluta vulnerabilidad.
Dimas, el primer santo, canonizado por el mismo Jesucristo: “En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso”, no pide ser bajado de la cruz para seguir viviendo, pues se reconoce merecedor del tremendo castigo. En su tímida, humilde oración, apenas se atreve a pedir un recuerdo. No se siente digno siquiera de entrar en ese reino en el que ya cree con una fe vigorosa, nacida al borde de la muerte. Se conforma con que el Rey, que agoniza a su lado, se acuerde de él. Un recuerdo, un pensamiento es lo único que pide este “último” que se convierte en “primero” por el poder de la humildad y la confianza. Y Jesucristo, que siempre escucha y es infinitamente generoso, le concede nada menos que la vida eterna.
Tarde o temprano todos seremos crucificados; nadie escapa del dolor y la muerte. ¿Qué cruz elegiremos, la de la derecha o la de la izquierda, la del amor, la entrega y la humildad o la del desamor y la ciega soberbia? Conviene que vayamos eligiendo ya, mientras tenemos luz, el lugar que queremos ocupar, “pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda” (Mt 25, 33). El de la derecha nos hace súbditos del Rey y, colmo de las maravillas, co-herederos del Reino, en el de la izquierda solo hay esclavos.
“Caminad mientras tenéis la luz, para que la oscuridad no se apodere de vosotros. El que camina en la oscuridad no sabe adónde va. Mientras tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de la luz” (Juan 12, 35-36).
Elijamos ahora, hoy, sin olvidar nunca que nuestro Rey es Aquel que vino a salvar lo que estaba perdido. Porque hay otra forma mucho más sutil y peligrosa de soberbia, que espera agazapada a los “buenos” que se vanaglorian de ser “buenos”, a los que se acomodan en sus acertadas opciones de vida y olvidan que Jesús aborrece a los tibios (Ap. 3, 16) y anunció que el reino de los cielos era arrebatado por los violentos (Mt 11, 12). Con la medida con que midiereis seréis medidos (Mt 7, 2), dijo también este Rey que rompe todos los esquemas y anda con prostitutas y pecadores.
Él no vino a mejorar a los hombres, sino a crear un hombre nuevo. Era revolucionario, sí, cómo si no iba a decir que cada hombre debía volver a nacer de nuevo, pensando diferente, actuando diferente, mirando diferente, dirigiendo su ser hacia una nueva dirección. Y no estaba hablando de la muerte y después. No hablaba de la otra vida, sino de esta, en este mundo, el único donde el reino puede ser instaurado. Aquí, en el corazón de todos y cada uno de los hombres, renovados para hacer realidad un nuevo mundo, más libre y más justo, más real. “El reino de Dios no viene aparatosamente, ni dirán: “Está aquí o “Está allí”, porque, mirad, el reino de Dios está en medio de vosotros.” (Lc 17, 20b-21)”
La fe sin obras es una fe muerta (Sant. 2, 26), pero qué más obra podía hacer Dimas que demostrar su fe con una brevísima y sincera oración. Es un ladrón, un delincuente, pero ha sabido decir sí cuando es sí y no cuando es no (Mt 5, 37) mejor que los apóstoles que, a excepción de Juan, no se atrevieron a acompañar al Maestro hasta la cruz.
La obra que acompaña la fe de Dimas es tan sutil que casi pasa desapercibida. La fe sin obras no vale nada, pero muchas veces la obra sucede dentro, sin alardes, transformándonos y recreándonos a Su imagen y semejanza, porque la obra siempre es Suya, por mucho que parezca que nos afanamos, Suya siempre.
La obra que acompaña la fe de Dimas es tan sutil que casi pasa desapercibida. La fe sin obras no vale nada, pero muchas veces la obra sucede dentro, sin alardes, transformándonos y recreándonos a Su imagen y semejanza, porque la obra siempre es Suya, por mucho que parezca que nos afanamos, Suya siempre.
Esa tímida petición de Dimas es su gran obra. Para decir “acuérdate de mí cuando estés en tu reino” ha tenido que vivir un proceso interior de dimensiones incalculables. Acaso ese proceso haya durado años, o acaso solo un instante de gracia. ¿Cómo no iba a recibir gracia el testigo más cercano de la Salvación?
Y Gestas, el mal ladrón, la oveja aparentemente perdida sin remedio, como Judas, ¿la recibiría también, aunque no nos quede ni una prueba? ¿Podría seguir siendo el mal ladrón mientras su sangre se mezclaba a los pies de las tres cruces con la bendita sangre de Aquel que la derramó por todos? ¿O sería su conversión tan silenciosa y discreta como un espirar confiado, como un abandonarse a los brazos del Padre de Aquel que está muriendo también por él, por el ciego Gestas que Le insulta y desafía hasta el final?
“El último enemigo aniquilado será la muerte. Y, cuando todo esté sometido, entonces también el Hijo se someterá a Dios. Y así Dios lo será todo para todos” 1 Cor 15, 26.28.
La Pasión, Mel Gibson
DIMAS, MAESTRO DE ORACIÓN
La Pasión, Mel Gibson
DIMAS, MAESTRO DE ORACIÓN
San Dimas, enséñanos a pedir. O, mejor, a no pedir, pues la madurez de la oración consiste en contemplar y ser contemplado, sin pedir nada ni esperar nada, pura confianza ante la plenitud de Lo Que Es.
Pedimos tantas cosas concretas, ventajosas, buenas a los ojos de este mundo material y perecedero…
Algunas veces nos sentimos “elevados”, y pedimos cosas más sutiles, más dignas, más loables. Bien claras las expresamos, con sus verbos y adjetivos.
Si aprendiéramos de ti… Solo anhelabas que aquel crucificado, moribundo como tú, al que reconociste Rey antes que nadie, antes incluso que Pedro, piedra y llave, se acordara de ti. No suplicaste que te librara del suplicio y te liberara, ni siquiera que acelerara tu muerte, para dejar de sufrir. Tampoco esperabas, ejemplo de humildad, que te dejara entrar en Su reino. Tú, que Lo reconocías ya como Salvador, por la lucidez que el Espíritu Santo te infundió en aquella hora, no te sentías digno de ser salvado y pediste apenas un recuerdo. Y Jesucristo, el Rey, te lo dio todo sin que lo pidieras, y fuiste el primero.
Pedimos tantas cosas concretas, ventajosas, buenas a los ojos de este mundo material y perecedero…
Algunas veces nos sentimos “elevados”, y pedimos cosas más sutiles, más dignas, más loables. Bien claras las expresamos, con sus verbos y adjetivos.
Si aprendiéramos de ti… Solo anhelabas que aquel crucificado, moribundo como tú, al que reconociste Rey antes que nadie, antes incluso que Pedro, piedra y llave, se acordara de ti. No suplicaste que te librara del suplicio y te liberara, ni siquiera que acelerara tu muerte, para dejar de sufrir. Tampoco esperabas, ejemplo de humildad, que te dejara entrar en Su reino. Tú, que Lo reconocías ya como Salvador, por la lucidez que el Espíritu Santo te infundió en aquella hora, no te sentías digno de ser salvado y pediste apenas un recuerdo. Y Jesucristo, el Rey, te lo dio todo sin que lo pidieras, y fuiste el primero.
El buen ladrón nos precede y nos indica el camino: reconocer que el crucificado es Rey y confiar en que se acuerde de nosotros, que tan poco nos hemos acordado de Él.
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