Evangelio de Juan 3, 16-18
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único
para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida
eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para
que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree
ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
Veo
a Dios que atrae hacia sí a mi alma con gran ternura y oigo su palabra: “Tú
estás en mí, y yo en ti. En ti descansa la Trinidad, de modo que tú me tienes y
yo te tengo”. Me veo toda pura, toda santa, toda verdad, toda rectitud, toda
segura, toda celestial.
Santa
Angela de Foligno
El Amor habita en nosotros; por ello mi vida es la amistad con los Huéspedes que habitan en mi alma; estos son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Santa Isabel de la Trinidad
Dos grandes misterios están en la base del cristianismo: el misterio de la Encarnación, las dos naturalezas, humana y divina, en Jesucristo; y el misterio de la Santísima Trinidad: tres Personas divinas y un solo Dios. El pensamiento racional se detiene impotente ante el umbral de estos misterios, a los que solo llega el corazón. A través del Evangelio de Juan, podemos asomarnos a ellos de un modo privilegiado, siempre que renunciemos a entender con la mente.
No hemos de quedarnos en lo que entiende por persona el lenguaje común, ni en el significado etimológico, pues el término viene del latín y del griego con el sentido de “máscara”. Quizá es más adecuada la palabra hipóstasis: del griego, ser en tanto realidad ontológica, ser de un modo verdadero o verdadera realidad.
El Amor habita en nosotros; por ello mi vida es la amistad con los Huéspedes que habitan en mi alma; estos son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Santa Isabel de la Trinidad
Dos grandes misterios están en la base del cristianismo: el misterio de la Encarnación, las dos naturalezas, humana y divina, en Jesucristo; y el misterio de la Santísima Trinidad: tres Personas divinas y un solo Dios. El pensamiento racional se detiene impotente ante el umbral de estos misterios, a los que solo llega el corazón. A través del Evangelio de Juan, podemos asomarnos a ellos de un modo privilegiado, siempre que renunciemos a entender con la mente.
No hemos de quedarnos en lo que entiende por persona el lenguaje común, ni en el significado etimológico, pues el término viene del latín y del griego con el sentido de “máscara”. Quizá es más adecuada la palabra hipóstasis: del griego, ser en tanto realidad ontológica, ser de un modo verdadero o verdadera realidad.
La misma divinidad, total e indivisible,
en cada una de las tres Personas, trascendente al ser humano en el Padre,
inmanente en el Hijo, aliento de vida eterna para cada hombre y cada mujer en
el Espíritu Santo. Porque, al encarnarse Jesucristo, la relación filial del
Hijo con el Padre se hace extensiva a la humanidad, de un modo inmediato y
directo. El ser humano, hijo de Dios por la gracia y por la mediación del Hijo
unigénito, recibe la Vida de esa efusión continua, y permanece unido
al Padre y al Hijo por el lazo del amor del Espíritu. La incesante generación del Hijo por el Padre se extiende hasta nosotros, creados
y recreados una y otra vez.
La Santísima Trinidad es un desafío
para la lógica. Por eso, a veces, nos servimos de símbolos
para aliviar el vértigo del Misterio y "diseccionamos" la divinidad con figuras asequibles: un venerable
anciano y una paloma acompañando al Hijo, la única Persona que somos capaces de "ver". Pero el Uno no es un número, ni una figura ni tres, sino la expresión
de la Unidad. Solo renunciando a entenderla, podemos asumir la
realidad trinitaria, que extiende por todo el cosmos su interrelación dinámica y hace de la creación un proceso
infinito. Al formar parte del Cuerpo de Cristo, no podemos quedarnos al
margen de esa incesante actividad. Hemos de participar en la recreación
constante de un mundo nuevo y de nosotros mismos.
El que ve a Jesucristo ve al Padre
(Jn 14, 9), y, si somos uno con Él (Jn 15, 5; Jn 17, 22-23), hemos de aspirar a que quien nos
mire, vea al Hijo y vea al Padre. Cómo seguir jugando al Monopoly o a las
casitas de muñecas, como parece que estamos a veces jugando, ante esta
inesperada e inmensa responsabilidad… Si hemos de transparentar a Cristo y al
Padre, cuánto no habremos todavía de soltar, limpiar, vaciarnos, desnudarnos…
Para empezar a comprender estos misterios hay que vivirlos, como han
hecho tantos santos y místicos. Santa Isabel de la Trinidad dice que, desde que reconoció
la Presencia del Dios Uno y Trino habitando en su corazón, el cielo ya es una
realidad en la tierra. Simeón, el Nuevo Teólogo, distingue entre el Hijo, que es
la puerta (Jn 10, 7.9), el Espíritu Santo, la llave de la puerta (Jn 20, 22-23)
y el Padre, la casa (Jn 14, 2). ¿Cómo integrar estas realidades divinas en la
vida del cristiano? Para ponernos en disposición de vivir el Misterio de la
Santísima Trinidad hay tres vías directas:
La primera y más excelsa, sobre la
que reflexionaremos dentro de unos días, es la celebración Eucarística, en la
que continuamente se invoca a las Tres Personas.
Una segunda vía es la lectura de
los textos sagrados. No solo el Evangelio, donde es el mismo Verbo el que nos
habla directamente, sino también el Antiguo Testamento, que está continuamente
hablando de Él como promesa y anuncio. Palabra del Padre transmitida por el
Hijo, recordada e inspirada por el Espíritu en nuestros corazones. Los verbos:
decir, hablar, oír, comunicar, recibir, anunciar, del Evangelio de hoy, nos remiten a la
Palabra y su transmisión, no como un mensaje intelectual, sino como Palabra
viviente, llamada a encarnar en los que la acogen, la conservan y meditan, la
comparten.
La tercera vía es la oración. Rezo ante
Cristo, el rostro visible del Padre, y el Espíritu ora en mí. Más evidente, en
lo que considero el culmen de la oración, que supera incluso la de acción de
gracias y la de alabanza. Llega un momento en que no es necesario dar las
gracias porque el alma se funde con el Otro, es una con él. Y uno no necesita
darse las gracias a sí mismo. Hemos llegado al centro de la Oración
Contemplativa que a tantos místicos de distintas religiones les ha permitido
empezar a vivir y gozar las delicias del Reino de los Cielos en la tierra.
Entonces sobran las palabras, los gestos, los fórmulas.
No siempre el alma está preparada
para esta oración de Comunión, desnuda y entregada, puro amor, pura confianza
de hija, de esposa, tan íntimamente ligada al Padre o al Esposo que sabe que Él
percibe sus necesidades, su gratitud, su amor, sin tener que expresarlos. Para
alcanzar la disposición necesaria, hemos de soltar todo aquello que nos separa
de Dios y de los hermanos. Por eso el Espíritu Santo nos sigue acrisolando,
fundiendo en Su fragua sagrada, amándonos de un modo tal, que es Él quien grita
en nosotros con gemidos inefables (Rm 8, 26).
La oración contemplativa siempre acaba
convirtiéndose en oración trinitaria. Podemos empezar a orar a partir de la
imagen o el nombre de Jesucristo, o de una escena del Evangelio. Vamos
trascendiendo imágenes y formas, llegando a un no-lugar de luz y de silencio donde
nos encontramos ante la divinidad, Una y Trina, y ya no está fuera, ni dentro,
sino dentro y fuera, en un abrazo de amor infinito que da sentido a todo y nos
rehace. Son esos niveles tan sutiles de comunión con Dios que trascienden formas,
nombres, impresiones sensoriales; la “nube del no saber” de los místicos que han vivido esa unión con la esencia de la divinidad.
La inhabitación divina, que se hace
manifiesta en la oración, nos relaciona de un modo íntimo con las tres Personas
de la Santísima Trinidad. Cada alma es así hija del Padre, hermana del Hijo y
esposa del Espíritu Santo. Si llegáramos a interiorizar que somos de estirpe
divina por la gracia de un Dios-Amor, dejaríamos de desvivirnos en los afanes
del mundo y viviríamos como verdaderos Hijos de la Luz y herederos del Reino.
Pero no siempre tenemos el suficiente equilibrio interior ni la suficiente disponibilidad y entrega como para mantener esta certeza, que a veces se nos queda en un nivel superficial, como la semilla arrojada en suelo pedregoso o entre zarzas (Mc 4, 5-7). Vasos de barro que llevan tesoros (2 Cor 4, 7)… Sí, pero vasos a menudo pequeños y agrietados. Ensanchémonos, dejemos que el divino Alfarero nos rehaga; vasos grandes, sin fisuras, generosos y dispuestos a acoger el Agua Viva y el Vino del banquete eterno.
Pero no siempre tenemos el suficiente equilibrio interior ni la suficiente disponibilidad y entrega como para mantener esta certeza, que a veces se nos queda en un nivel superficial, como la semilla arrojada en suelo pedregoso o entre zarzas (Mc 4, 5-7). Vasos de barro que llevan tesoros (2 Cor 4, 7)… Sí, pero vasos a menudo pequeños y agrietados. Ensanchémonos, dejemos que el divino Alfarero nos rehaga; vasos grandes, sin fisuras, generosos y dispuestos a acoger el Agua Viva y el Vino del banquete eterno.
Hemos dicho que para asomarse a estos
misterios hay que renunciar a entenderlos con el pensamiento racional. Pero de vez en cuando
conviene entretener a la mente, para que se calle y deje al corazón
elevarse. Teorizar, reflexionar, buscar
explicaciones, mojones del camino o puntos de apoyo que nos sostengan, y luego… ¡soltarlos
todos! Reconocer que, aunque escribiéramos millones de páginas, estas serían
incapaces de llegar a la esencia del Misterio. El propio Santo Tomás de Aquino,
después de ser arrebatado séptimo cielo y regresar, estuvo a punto de quemar
toda su obra.
Porque las palabras son limitadas,
pero la Palabra, que la Santísima Trinidad nos enseña a saborear, es omnipotente
y eterna. Si nuestras palabras se miran en la Palabra, sin interpretarla a
conveniencia de nuestros egoísmos, rutinas o comodidades, serán creadoras,
constructoras de almas libres y elocuentes. No hace falta más que el Evangelio,
la Palabra. Cualquier otra palabra, nacida del amor y el entusiasmo (del griego, enthousiasmós, rapto divino) que Él nos inspira, ha de ser
seguidora fiel de la Verdad, una y trina.
Esas tentativas de la razón nos
llevan a veces a hallazgos tan valiosos y útiles como la noción de la perichoresis intratinitaria (sobre la
que reflexiona en profundidad San Juan Damasceno) o circumincessio (como prefiere San Buenaventura), que sintetiza los
intentos teológicos de asomarse a la
Santísima Trinidad, evitando los escollos del triteísmo (ver en las tres
Personas tres Dioses) y del modalismo (considerar a las Personas divinas como
tres modos de ser del único Dios).
Alude a la Presencia de Personas en
Personas, las Tres inseparables, en una Comunión perfecta, sin mezcla ni
confusión, Amor infinito en eterno movimiento y autodonación. Es también menein, mutua inmanencia, una de las
palabras que más aparece en el Evangelio de San Juan.
Unidad en la distinción: perfectamente
Uno y siempre Tres. Porque cada Persona existe completamente en la otra y,
además de esta unidad y pluralidad, existe una circulación vital infinita, en la
que cada Persona se difunde en la otra; tres Hipóstasis y una misma Sustancia.
A esta maravilla de Amor estamos
llamados. No nos disolveremos y, a la vez, seremos completamente Uno. Uno y
distintos, no para que perviva la personalidad egoica, que es transitoria y por
tanto irreal, sino para seguir amando desde el Ser verdadero que Dios soñó para
cada uno, en una interrelación eterna. Solo un amor así está a salvo del
desgaste y la entropía. Solo un amor así crece, se expande sin cesar,
continuamente revitalizado, siempre el mismo y siempre nuevo.
Porque el Uno está tan lleno de
amor que necesita reciprocidad; busca ese “tú” al que amar eternamente. Por eso
el cristiano sabe que no ha de disolverse en la nada, que Dios ama a cada ser
humano con su nombre real, Uno con Él y, a la vez, distinto.
La mente sigue a lo suyo, justo
antes de rendirse: "¿Cómo se puede ser Uno con Dios y, a la vez, seguir siendo criatura?"
Y el corazón responde: "En virtud
de ese destino trinitario, cuya esencia es Amor, infinito y perfecto".
Cantata BWV 129, J. S. Bach, por Leonhardt Consort
En el Plan divino todo hombre, sin excepción, ha sido creado para esta comunión
familiar con Dios. Nada de extraño, por lo mismo, que el Señor nos describa su
reino como un convite familiar. En este banquete Dios no recibirá nada de
nosotros. Por el contrario, Dios Trinidad será la saciedad plena y total del
hombre, de suerte que ya nada más tendrá que añorar. Las divinas Personas serán
para el hombre todo cuanto ha suspirado en este mundo: su luz, su guía, su paz,
su justicia y su santidad, su fuerza y su refugio, su amor y su vida.
N. Silanes
El ser humano real y ontológico halla solo su plenitud en una divinización de
todo su ser por la morada en él de la Santísima Trinidad. (…) El hombre “real”
es el hombre pleno, con todas sus potencialidades humanas cumplidas únicamente
en y por Cristo, el cual es el único que puede actuar en el verdadero ser del
hombre, para que finalmente se convierta en afiliado del Padre como un hijo
divinizado de Dios, no por su propia naturaleza, sino, como escribe San Pedro,
como un “participante de la naturaleza divina”.
G. A. Maloney
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