3 de junio de 2017

Pentecostés. Llama de Amor viva


Evangelio de Juan 20, 19-23

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros”. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.


Resultado de imagen de pentecostes fray bautista
                                           Pentecostés, Fray Juan Bautista Maíno


El Espíritu no tiene rostro ni voz, pero es la luz y el sonido de unos sentidos espirituales nuevos, que hacen ver y oír el misterio al hombre llegado a la plena madurez de Cristo.
Simeón, el Nuevo Teólogo


Cuando se concentra en sí, el alma, mediante este olvido y recogimiento de todas las cosas, está preparada para ser movida del Espíritu Santo y enseñada por Él.
                                                                                               San Juan de la Cruz


Jesucristo nos infunde el Espíritu Santo. Para poder recibirlo, hay que estar vacíos de todo lo que es ajeno a Su gracia, ese fuego gozoso y vivificante que todo lo enciende e ilumina. Él es Quien nos vacía para después llenarnos; nosotros solo tenemos que poner a Su disposición el recipiente que somos, esa vasija de barro destinada a portar el mayor de los tesoros (2 Corintios 4, 7).

Porque no se trata de hacer, sino dejarse hacer, permitir que ese Amor invisible que nos habita sea, crezca en nosotros hasta rebosar. Ese Amor que no siempre podemos sentir, solo cuando callamos, nos detenemos, dejamos de prestar atención a lo ilusorio, lo perecedero, para centrarnos en lo Real, que solo captan los sentidos sutiles del alma, lo que no puede dejar de existir.

Aliento que insufla vida, fuego de amor puro, torrentes de agua viva, voz interior que habla en el silencio y en la calma, guía constante del corazón despierto. El Espíritu Santo no es el gran desconocido, esa abstracción que se les ha resistido a los teólogos, en su afán por definir y clasificar con los conceptos limitados de la mente.

       Podemos vivir, de hecho vivimos ya, aunque aún no seamos plenamente conscientes de ello, un Pentecostés eterno, porque el Espíritu Santo es Dios mismo habitando en el corazón del hombre, en el centro de su propia esencia inmortal.

       Dios no está lejos, no está fuera para el alma que consiente y se abre a la Gracia. No es necesario buscarle en templos de piedra o ladrillo, aunque sea más fácil sentir Su presencia en el templo.

      Porque el Espíritu sopla donde quiere (Juan 3, 8), y el templo definitivo es uno mismo; tú, yo, cada uno de nosotros, para adorar en espíritu y en verdad (Juan 4, 24). Esa es la maravilla, el inefable don que tanto cuesta reconocer: Dios nos habita.

     Como los apóstoles reunidos en el cenáculo perdieron el miedo al recibir el Espíritu, así nosotros nos hacemos valientes y decididos cuando somos conscientes de ese hálito de vida, ese fuego que renueva la faz de la tierra (Salmo 104, 30).

      El Espíritu abre los corazones cerrados y los prepara para la Unidad a la que estamos llamados, que somos en el fondo. Él nos da la energía, la confianza y la sabiduría necesarias para salir de la prisión del egoísmo y reconocer en los otros el Misterio de Amor que nos transforma.

       Es el fin de Babel, del no entendimiento, de la división; y el inicio de la sintonía que permite comprender, acoger e integrar.

  Siempre es Pentecostés, siempre estamos recibiendo la llama que enciende el corazón de amor puro, el aliento divino que renueva y transforma, que nos prepara para habitar un mundo nuevo, nuevo cielo, nueva tierra (Apocalipsis 21, 1), a nuestro alcance ya, cuando somos capaces de mirar con ojos que ven y escuchar con oídos que oyen, sin tiempo ni espacio, sin miedo ni muerte, sin separación.

Jesucristo es el amor visible del Padre. El Espíritu Santo es el amor invisible del Padre y del Hijo, entre ellos y hacia nosotros. Por eso sé que, cuando pido en la oración: “Señor, aviva en mi corazón el fuego de Tu amor”, estoy pidiendo ese Amor, uno y trino, que sostiene, mueve y restaura todo. Como decía Dante: “El amor mueve el sol y las estrellas”.

La inhabitación divina, que es el centro de la vida espiritual, alimentada por el silencio y la oración, ha de manifestarse exteriormente y lo hace de forma natural cuando reconocemos y aceptamos la Presencia interior, hasta arraigarnos en esa Realidad viva, que nos crea y nos recrea sin cesar.


                                  Secuencia del Espíritu Santo, Hermana Glenda


                                 DOS FUEGOS
                                                                           
                                   Dos fuegos hay en mí: uno se apaga
                                   por cualquier golpe de viento;
                                   el otro, invisible,
                                   no dejará de arder
                                   cuando yo me haya ido.
                                   Hay dos fuegos en mí; uno es eterno
                                   y observa compasivo cómo el otro
                                   se consume tan lejos de la vida,
                                   creyendo que es la vida quien lo inflama.
                                   Dos fuegos hay en mí; uno artificio,
                                   el otro llama que arde inextinguible
                                   con deseos de arder más
                                                   y más alto
                                                             más hondo,
                                                                                                más real.



                                                      Veni Creator Spiritus


TESHUVAH

Una sola palabra
que el corazón comprende
basta a veces para hallar
la paz y el sentido, el centro,
su aliento de crisol.
Una sola palabra
basta para arder sin consumirse,
en medio de la llama
el corazón, ardiendo sin quemar.




                      Llama de amor viva, San Juan de la Cruz. Por Amancio Prada


No hay comentarios:

Publicar un comentario