17 de junio de 2017

Pan de Vida


Evangelio de Juan 6, 51-58

En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: “Yo soy el pan que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.” Disputaban entonces los judíos entre sí: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” Entonces Jesús les dijo: “Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre.”


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 La multiplicación de los panes y los peces. Goya

El primer hombre fue de la tierra, terreno; el segundo hombre fue del cielo. Como es el terreno, tales son los terrenos; como es el celestial, tales son los celestiales.  

1 Cor 15, 47-48

Desde ahora, a nadie conocemos según la carne; y aun a Cristo, si lo conocimos según la carne, ahora no lo conocemos así.
      2 Cor 5, 16

Cuanto más frecuente sea la Comunión, más abundantes serán las bendiciones. Por ello, si existieran dos hombres absolutamente iguales por su vida y uno de ellos hubiera recibido dignamente el cuerpo de Nuestro Señor una sola vez más que el otro, sería en comparación con ese otro como un sol fulgurante, y tendría una muy especial unión con Dios.
                                                                                        Maestro Eckhart


En los originales griegos del Evangelio, el pan que se pide en el Padrenuestro es calificado como ἐπιούσιος, epiusios, que tiene muchas traducciones, según los exégetas: “para el día de hoy”, “para el día de mañana”, “necesario”, “sustancial”… Al latín se tradujo de diferentes maneras, prevaleciendo panis quotidianum, aunque hay otras, como panis supersubstantialis; “sustancial”, o también “que está detrás de lo aparente”.

La expresión “pan sustancial” nos hace comprender a qué se refiere ese “pan nuestro de cada día”. No estamos pidiendo solo el alimento material, sino, sobre todo, el espiritual, ese Pan de Vida que contiene todo el poder del Verbo hecho Hombre por amor al hombre, capaz de alimentar a cinco mil discípulos con cinco panes y dos peces. Ese Hombre-Dios que sigue alimentándonos para que crezcamos hacia nuestra verdadera condición.

El Sacrificio único de Cristo ofrecido en el Gólgota, en el altar de la Cruz, se actualiza en cada Eucaristía por una misteriosa eficacia divina, y es ciertamente Su cuerpo entregado y Su sangre derramada por nosotros. Verdadero alimento que, en lugar de transformarse en nuestro cuerpo, como sucede con el alimento material una vez ha sido asimilado, nos transforma en Él, nos va integrando en la divinidad de Cristo hasta que podamos decir con San Pablo: “Vivo, pero no yo: es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20). Hombres nuevos, nacidos de agua y espíritu, dispuestos a darse como Él.

Vivir este sacramento en plenitud exige de nosotros, no solo la fe que permite reconocer Quién es el que ofrece realmente el Sacrificio, esta vez incruento, y es a la vez Cordero Pascual y Sacerdote eterno, sino también atención y reverencia para poder recibir y acoger tan sublime Misterio.

El ser humano busca desde siempre una unión íntima y esencial, verdadera comunión, un Amor pleno que a menudo confundimos con amores falsos o pequeños, que nos hacen vivir a ratos una tibia ilusión de pertenencia. Benditos desengaños, los que permiten descubrir la falacia de esos afectos que no pueden llenar el vacío del corazón. Porque solo descubrir a Dios en nuestro interior logra colmar ese vacío, infinitamente más angustioso que el hambre o la sed del cuerpo.

Cómo no iban a sentirse saciados los cinco mil testigos de aquel signo inolvidable, la multiplicación de los panes y los peces, anuncio eucarístico que va mucho más allá de lo literal.
            Saciados como ellos, llenos de Él, no necesitamos verle con los ojos ni escucharle con los oídos, porque la Comunión trasciende los sentidos físicos y empezamos a vivir las realidades espirituales a las que estamos llamados. Dice San Agustín: “Si nuestro cuerpo tiene sus sentidos, ¿no los va a tener también el alma?”

Hay quien solo ve en la celebración eucarística una metáfora, un rito, un recuerdo… Pero la presencia sacramental y ontológica de Cristo en la Eucaristía es real. Y también es simbólica. Como el mismo Jesucristo, Dios y hombre verdadero, histórico, y a la vez símbolo del itinerario espiritual que el ser humano está llamado a recorrer. Realidad indiscutible y también símbolo, espejo, modelo, porque Él quiere ser todo en todos.

Al comulgar, es el mismo Jesucristo, en cuerpo, sangre, alma y divinidad, el que entra en nosotros para alimentar y vivificar todo nuestro ser, especialmente lo que no vemos. Y también es un símbolo nupcial de comunión eterna con el Esposo. La Eucaristía vivida conscientemente, como entrega y acogida mutua, verdadera compenetración, es la consumación del matrimonio místico, de las nupcias espirituales del alma con Cristo. Porque no solo recibimos Su cuerpo entregado, sino que nos entregamos nosotros por entero.

Él se da, se ofrece sin reservas, con Su cuerpo, Su sangre, Su alma, y Su divinidad; y yo me ofrezco sin reservas a Él, con mi cuerpo, mi sangre, mi alma y mis miserias, mi desvalimiento, mi trabajo, mi cansancio, mis sombras, mis anhelos. Y Él me acepta como soy, como aceptaba el Dios de Israel, eternamente fiel, a la esposa adúltera y prostituida.

El que se acerca así a la Eucaristía vive una vida eucarística, en comunión con los hermanos, especialmente con los más necesitados, compartiendo con ellos el pan material y el Pan de Vida. Hay muchos discípulos de Emaús a nuestro alrededor, que esperan que encendamos en sus corazones el fuego del Amor y les enseñemos a mirar de otra forma para poder ver. Hay multitud de hermanos con hambre y sed física que podemos saciar, y muchos más con esa hambre y sed de Justicia que solo el que se alimenta de Cristo puede ayudar a saciar.



Ave Verum Corpus, Mozart. Leonard Bernstein.
Concierto celebrado en abril de 1990 en la Iglesia de Waldsassen, Alemania.


Con motivo de la celebración del Corpus Christi, Mozart, como harían otros compositores, puso música al Ave Verum Corpus, himno eucarístico del siglo XIV, atribuido al papa Inocencio VI. Una hermosa y sencilla reflexión sobre la Redención y la presencia real de Cristo en la Eucaristía.


Dice san Alfonso María de Ligorio que, con una sola vez que comulgáramos con la disposición adecuada, podríamos alcanzar la santidad. ¿Qué nos falta? ¿Fe, atención, voluntad, gratitud, asombro? ¿Nos falta generosidad? ¿Nos falta amor? Necesitamos contemplar más y mejor el Misterio, pensarlo, sentirlo, meditarlo, guardarlo en el corazón. Es todo a veces tan mediocre, tan banal en nuestras vidas, que tendemos a banalizar hasta lo más sagrado.

            Comulgar es estar dispuesto a ser uno con Cristo. Por eso es necesario soltar todos los obstáculos que existen en el alma, el lastre que impide alcanzar esa Unidad y experimentar Su presencia, para que quien nos mire Lo vea porque hayamos llegado a vivir como Él vivió: amando, perdonando, sirviendo, dando a los demás de comer. Nunca es tarde para ese cambio sustancial de metas y actitudes que nos hace hombres y mujeres nuevos.

           No me canso de  releer y compartir este fragmento de las Confesiones de San Agustín, explosión jubilosa de amor, gozo desbordante de los sentidos sutiles, que hemos de entrenar para alimentarnos del Pan de Vida conscientemente, con esa atención vertical y plena que permite conectar con la verdad, la belleza y la bondad del Misterio:

¡Tarde te amé, belleza siempre antigua y siempre nueva! Tarde te amé. Tú estabas dentro de mí, pero yo andaba fuera de mí mismo, y allá afuera te andaba buscando. Me lanzaba todo deforme entre la hermosura que tú creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo; me retenían lejos de ti cosas que no existirían si no existieran en ti. Pero tú me llamaste, y más tarde me gritaste, hasta romper finalmente mi sordera. Con tu fulgor espléndido pusiste en fuga mi ceguera. Tu fragancia penetró en mi respiración y ahora suspiro por ti. Gusté tu sabor y por eso ahora tengo más hambre y más sed de ese gusto. Me tocaste, y con tu tacto me encendiste en tu paz.

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