12 de agosto de 2011

Eunucos por el Reino



“¡Oh, esposo mío, amantísimo Jesucristo, amador purísimo, Señor de todas las criaturas! ¿Quién me dará alas de verdadera libertad para volar y descansar en Ti?”
                                                                                                             Thomas Kempis


Mateo 19, 3-12

           Se acercaron a Jesús unos fariseos y, para ponerlo a prueba, le preguntaron: "¿Es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo?". El les respondió: "¿No habéis leído que el Creador, en el principio, los creó hombre y mujer, y dijo: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne”?  De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre". Ellos insistieron: “¿Y por qué mandó Moisés darle acta de divorcio y repudiarla?". Él les contestó: "Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no era así. Ahora os digo yo que, si uno repudia a su mujer –no hablo de uniones ilegítimas– y  se casa con otra, comete adulterio". Los discípulos le replicaron: "Si esta es la situación del hombre con la mujer, no trae cuenta casarse". Pero él les dijo: "No todos entienden esto, solo los que han recibido  ese don. Hay eunucos que salieron así del vientre de su madre; otros, porque fueron castrados por los hombres; y hay quienes se hacen eunucos ellos mismos por el Reino de los Cielos. ¡El que pueda entender, que entienda!".



            Los “eunucos” para el Reino, aquellos que voluntaria y conscientemente renuncian al matrimonio, han de ser testigos más consecuentes del amor que Dios nos da, porque se encuentran en una situación privilegiada, unidos ya a Dios y en Dios, no como prefiguración sino como realidad. Y no me refiero solo a los sacerdotes, religiosos y consagrados, ni mucho menos tampoco a los que conservan la virginidad física. Hay otra virginidad espiritual, o recuperada, que puede ser tan valiosa, a veces infinitamente más, como la virginidad física mantenida desde el nacimiento.
           Hay vírgenes, hombres y mujeres, solo de cuerpo, a quienes les pierde y les ensucia la soberbia, y hay vírgenes de espíritu, como María Magdalena, Agustín de Hipona y otros muchos santos y santas, que se han trabajado y han reconstruido, a base de humildad y lágrimas, la virginidad; porque para Dios no hay nada imposible. Hay también casos de mujeres que tuvieron varios hijos y luego vivieron en celibato como auténticas vírgenes, llegando a la santidad.
            Sin desmerecer el matrimonio, verdadero y sagrado don de Dios, el celibato y la continencia voluntaria están más cerca del Reino de los Cielos. Es el destino final de todos aquellos que caminamos hacia Cristo. San Pablo dice que quisiera que todos los discípulos escogieran esta opción, pero entiende que no está al alcance de todos.
     Lo explica también Pierre Grelot en La pareja humana: “El misterio nupcial del Cristo y de la Iglesia halla una segunda traducción institucional, más perfecta que el matrimonio, en la virginidad y el celibato abrazados por el Reino. La abstinencia total del uso de la sexualidad, no por desprecio, por impotencia o por miedo, sino por dominio y superación, tiene como sentido profundo el ser un testimonio escatológico. Ella testimonia la presencia actual del misterio en el tiempo y traslada al nivel de la carne la situación de virgen pura ofrecida a Cristo, que es la de todo cristiano. (II Co 11,2).”
      La llamada interior a esta superación de la sexualidad expresada en lo físico, que será para todos en la consumación de los tiempos, puede resonar desde ahora en las conciencias de ciertas personas. No todos entienden esto, sino aquellos a quienes ha sido dado, pues, como dice San Pablo, cada uno tiene de Dios su propio don: unos de una manera, otros de otra (I Co 7, 7). Al final todos seremos convocados a vivir en plenitud el misterio del amor.
            El celibato sería un estado de perfección cristiana que otorga a los célibes una situación de privilegio, sin prejuicio del valor sacramental y santificante del matrimonio. ¿Cómo saber a ciencia cierta cuál es para nosotros este “don” del que habla San Pablo? No siempre está clara la vocación en este terreno. A veces hacen falta décadas de ignorancia, de duda y reflexión, o incluso de extravío, para que el corazón despierte, pueda entender y escuche y atienda la llamada con bríos juveniles, porque donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.
            Si echo la vista hacia atrás en mi vida, me doy cuenta de que siempre fue Él. En cada nueva ilusión de amor, era Él quien se escondía, esperando que Le descubriera. Pero no siempre es fácil, cuando has sido hipnotizado por las seducciones y vanidades del mundo.
            Y ¿cómo vivir, cuando al fin se logra entender, (el que pueda entender, que entienda), el encuentro con el verdadero y único amor, el real, el definitivo? Puede ayudarnos recordar el secreto que el zorro regaló al Principito: lo real es invisible a los ojos.
          Podemos empezar a vivir ese Amor mirando con los ojos del corazón, dichosos los que crean sin haber visto. En segundo lugar, abriéndonos a ese mundo real que hasta ahora nos ha costado ver, porque la inercia, la rutina y la comodidad nos impulsaban a seguir sometidos a la dictadura de los sentidos. Y, claro, intensificando la relación con Aquel que tanto nos ama y tanto queremos amar: mirándole, escuchándole, hablándole, sintiendo Su presencia constante en nuestras vidas, cada vez más cerca y más dentro, recordando que es Él quien hace maravillas en nosotros porque Él nos amó primero.
            Todo resulta más fácil si en momentos de duda o tentación usamos el sentido común. ¿Qué nos han dado muchos de los amores humanos, a los que tanta atención hemos prestado? Frustración, tristeza, desengaño, mentira, ilusión de la ilusión. Y ¿qué nos da el Amor, a pesar de nuestro largo olvido? La vida eterna, misericordia sin condiciones, la salvación, un horizonte de plenitud y dicha, lo mejor de lo mejor para nosotros y para todos aquellos que amamos. Felicidad infinita, verdad, libertad, la promesa –ya cumplida– de una belleza plena y una juventud sin término. Y Su Amor para siempre, indefectible, creciendo, haciéndonos crecer y participar activamente en su Obra de creación y recreación de la nueva humanidad. ¿Se puede pedir más? Sí, se puede incluso no pedir, no esperar, ser pura entrega, puro amor incondicionado por Él (no yo, sino Cristo que vive en mí). Porque esa comunión dichosa con el Amado nos hace generosos y fecundos, fuente de amor que mana inagotable, a imagen y semejanza Suya.
            No olvidemos que Él restaura todo; todo lo hace nuevo y, como dice Fabrice Hadjadj en La profundidad de los sexos, los que no han engendrado en el cuerpo pueden concentrarse mejor en esa fecundidad del alma, a la que todos estamos llamados. El útero de la virgen puede dilatarse hasta la medida del mundo y contraerse para un parto que lo supera. Es la parturienta del Reino. Es la auténtica hija de la alegría.
          Así lo vive, lo siente y expresa Santa Teresita: Mi alegría es luchar sin cesar para dar a luz elegidos.
           

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