4 de agosto de 2011

La Oración Centrante. Basil Pennington. IV


Seguimos seleccionando  y comentando fragmentos del libro La Oración centrante:


Escuela de compasión

            Thomas Merton nos alerta contra posibles engaños y autoengaños: “En la unión mística, Dios y el hombre, permaneciendo sin duda metafísicamente distintos, son práctica y experencialmente “un mismo espíritu”, en palabras de san Pablo (1 Cor 6,17), citado en este sentido por los místicos cristianos de todos los siglos. Pero como también hay otros “espíritus” y como el hombre no posee en sí mismo una facultad natural que por su propio poder pueda hacer un juicio final sobre la experiencia trascendente que tiene lugar en él, un sucedáneo de misticismo no es sólo posible, sino relativamente corriente.”

            Tenemos, como dice San Pablo, una ley dentro de nosotros mismos que tiende a desviarnos. Pero si de verdad nos volvemos a Dios en la profundidad de nuestro ser, regresamos a la fuente, nos reorientamos y ponemos en armonía todo lo demás.

            La reintegración completa no ocurre inmediatamente, ni por nuestro propio poder, sino por la gracia de Dios. Normalmente es un proceso lento. La oración contemplativa, la oración centrante, es una de las formas más eficaces de abrirnos a la gracia y una ayuda a cooperar con ella, a no obstaculizarla.

         Hablando sobre la gracia y el esfuerzo con un amigo, llegamos a la conclusión de que todo es gracia y que el esfuerzo se debe limitar a no poner obstáculos y a quitar los que haya. Me recordó una imagen muy hermosa del padre Pío, que compara nuestra alma con un jardín en el que nosotros somos sólamente el jornalero que quita pedruscos, pero luego está Jesús sembrando flores y plantas finas y embelleciéndolo cuando le dejamos.

            La apertura a la gracia va haciendo nacer en nosotros el amor, acompañado de los demás frutos del Espíritu: alegría, paz, paciencia, bondad, benignidad, suavidad, perseverancia y castidad (Gal 5, 22-23). Estos frutos nos dicen que nos estamos moviendo en el Espíritu de amor y se pueden resumir en una palabra: compasión. Nos hacemos personas compasivas que sentimos con Dios, con su creación, con otras personas, con nuestro verdadero ser.

            Porque nuestro verdadero ser es participación del ser divino, imagen de Dios mismo, alguien de inmensa belleza, lleno de amor. Muy distinto de aquel con el que tan triste y dolorosamente nos hemos identificado durante tanto tiempo.

            Mientras avanza la obra de restauración de la imagen divina bajo la mano del Restaurador, tenemos que tener una gran fe y pacientemente dejar que las capas de suciedad suban a la superficie para que puedan caer. A pesar de los sentimientos de ambivalencia, o de que lo que experimentamos sea una enorme confusión de pensamientos, sentimientos e imágenes, más oscuros que claros, necesitamos ser fieles a nuestra práctica diaria de la oración.

            Debería ser un suave, aunque persistente, proceso. Esta es una de las razones por las que se suele recomendar que, al principio, las meditaciones sean de una duración relativamente limitada para que no salga demasiado de una vez y no haya demasiadas cosas a las que enfrentarse. En esta oración, en el mismo momento en que nos confrontamos con nuestra propia miseria, estamos en contacto con la fuente de la gracia y la fuerza, y oímos, o sentimos, las palabras que afirman: “Te basta mi gracia” (2 Cor 12,9). Entonces podemos seguir con confianza y paz.

            Quien experimenta con fe al Dios vivo, experimenta la vida directamente en “yo soy”, llega a conocer su ser real y es capaz de relacionarse con Dios y con los demás en una respuesta de amor.

            Volvemos a recurrir a Thomas Merton: “Cuando tú y yo nos convirtamos en lo que de verdad estamos destinados a ser, nos encontraremos con que no solo nos amamos unos a otros perfectamente, sino que estamos todos viviendo en Cristo, y Cristo en nosotros, y todos somos uno en Cristo. Veremos que es él quien nos ama.”

            Percibir la bondad intrínseca de todo, no quiere decir, sin embargo, que nos ceguemos al hecho del mal, a la ausencia del bien y el orden debidos. Cristo era muy consciente de esto. Su látigo golpeó en los mismísimos recintos de la casa de su Padre. Incluso esa parcial falta de bondad que llamamos tibieza le producía rechazo; sin embargo estamos llamados a ser perfectos, como nuestro Padre celestial es perfecto, que deja llover sobre justos y pecadores. Tenemos que llevar amor a todos. Si podemos entrar en contacto con la presencia de la bondad en lo más hondo de aquellos con quienes vivimos y trabajamos, cumpliremos mejor las exigencias del Evangelio.

          En la oración centrante no nos buscamos a nosotros mismos, no buscamos nada para nosotros mismos. Buscamos al Dios vivo. Pero, al encontrarle, encontramos todas las demás cosas: Dios y mi todo.


Conservar la luz del Tabor

            La atracción particular del monje hacia el misterio de la Transfiguración tiene algo que ver con la experiencia de la oración contemplativa. En el Tabor se nos da un rayo de la realidad de la que habla la Pascua: la gloria del Cristo Resucitado, la consumación de la dignidad y exaltación humanas. Los monjes son los que, como Pedro, balbucean: “Construyamos aquí tres tiendas”. Pero, al contrario que Pedro, reciben el asentamiento divino y son invitados a habitar en la nube de la luz divina.

            Este es el fruto de la oración centrante. Empezamos a ver “solo a Jesús”, que es percibido cada vez más como el centro de nuestras vidas y existencia. Empezamos a ver en todo y en cada cosa, en el centro, a Jesús en su amor creativo y recreativo. Solo Jesús da a las cosas, a los acontecimientos, a las personas, a la vida y a la existencia misma su significado. Entonces realmente nos hacemos cristianos. Sabemos que “todo es nuestro, nosotros somos de Cristo y Cristo es de Dios”. Estamos verdaderamente centrados.

            Hay que renunciar a todas las cosas como objetivos en sí mismos para poder ser para Dios. La renuncia incluye la entrega propia, la renuncia a nuestros apegos emocionales, a nuestros negocios y propiedades materiales, pero no ocurre todo en un momento. Como nuestro Señor decía, hay algunos que llegan hasta cierto punto y después no son capaces de seguir adelante. Así que nos tenemos que sentar y hacer un plan de oración y vida interior, que deberemos seguir con perseverancia. ¿Cómo vamos a ganar nuestra batalla frente a todas las fuerzas que tenemos en contra, fuerzas en la sociedad, en nuestras propias casas y comunidades, en nuestras inclinaciones y hábitos, en las exigencias que nos imponen y que nosotros nos ponemos?

          Si el sentido de nuestra vida, de toda nuestra existencia, es amar y desarrollar una relación con Dios, necesitamos la oración más que el alimento, el sueño o cualquier otra cosa.
           
          No importa de qué miseria hayamos salido, ni lo infieles que hayamos sido, ni lo que hayamos abusado de su bondad. Él aún quiere ser nuestro "íntimo". Esta es una palabra que pronuncia con fuerza una y otra vez en su autorrevelación. En el profeta Oseas se muestra como un amante tonto, que se casa con una prostituta y que la acoge una y otra vez a pesar de sus repetidas infidelidades. En el Apocalipsis expresa su disgusto por nuestra tibieza, pero permanece incansable a la puerta de nuestros corazones, llamando, esperando a que abramos y le dejemos entrar. Dios realmente quiere –necesita porque quiere– nuestro amor, nuestra atención, nuestro tiempo, nuestra oración.

            Si no tenemos tiempo para hacer un rato de oración dos veces al día, creo que necesitamos repasar honradamente nuestros valores. Si pasamos días, semanas, meses y años, empujados por las circunstancias, la gente o nuestras propias pasiones y emociones, en vez de dirigirnos de forma relajada hacia el verdadero objetivo de nuestra vida, llegaremos a tener un terrible sentimiento de fracaso.

            Los Padres griegos distinguían entre Cronos y Kairós. Cronos es el paso constante de los minutos, horas, días y años. Se mueve sin pausa, con un ritmo constante, imperturbable, sin importar lo que esté pasando. Es siempre igual, plano, invariable. Kairós es el tiempo de gracia, la plenitud del momento presente, el todo que es el ahora. Cada momento tiene su propia singularidad, su propia plenitud, su propia calidad. Si podemos entrar en la escuela de la oración centrante y somos fieles a sus lecciones, más rápido de lo que pensamos nos graduaremos en una vida de Kairós, llena de una presencia luminosa, amor, paz, libertad y alegría: un verdadero comienzo de vida eterna aquí en la tierra.

          Que el divino Maestro nos transforme, formando en nosotros la mente y el corazón de Cristo.


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