En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: “Nadie ha subido al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tengan Vida eterna”. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
Juan 3, 13-17
Qué fiestas macabras tienen estos católicos -dicen algunos- celebran y exaltan un instrumento de tortura, un patíbulo. Cómo pueden recrearse en un moribundo ensangrentado, cosido a una cruz, habiendo tantas cosas hermosas en el mundo, tantas imágenes de Dios menos cruentas, menos desagradables a la vista. Pues anda que Mel Gibson -recuerdan los mismos- hay que ver qué truculenta la película que le salió; no hacía falta tanto, qué sádico, cómo resalta lo más morboso... Si me hablan del Jesús del Sermón de la Montaña o del Resucitado, bueno, pero ese despojo sanguinolento... Mejor centrarse en un Cristo impersonal -rematan y despachan la cuestión- al que podamos llegar todos, si nos esforzamos y mantenemos esta energía positiva que nos va limpiando, elevando y transformando según el potencial que ya tenemos...
Cómo hacerles comprender que, por mucho que se esfuercen, por muchas prácticas y técnicas que lleven a cabo, aunque trabajaran mil años sobre sí mismos, uno nunca se eleva ni se salva ni se realiza si no es a través de Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros. Porque sin Él no podemos nada y con Él lo podemos todo. Aún no comprenden que la magnitud de la deuda exigía un sacrifico infinito. No ven que en esa cruz, además de todo el sufrimiento del mundo, está también clavado todo el amor de Dios, capaz de ver morir a su Hijo en la más tremenda de las agonías, física y moral, para devolvernos lo perdido, lo que nos quitó nuestra soberbia.
Podemos mirar hacia otro lado, buscar dioses más cómodos de ver o de entender, podemos incluso fantasear con llegar a ser dioses nosotros mismos, solo con nuestro propio esfuerzo. Existen muchas formas de equivocarnos de camino y perdernos para siempre; somos absolutamente libres porque Dios respeta nuestra libertad, sin condiciones. Pero, si queremos aceptar el don inmerecido e inmenso que se nos dio en el Calvario, si queremos unirnos para siempre a Aquel que venció al mundo y a la muerte, el camino siempre pasa por la Cruz. Hasta Nietzsche, en su aparente ateísmo declaró: "Cristo en la cruz sigue siendo todavía el símbolo más sublime". Y San Pablo lo resume en Gálatas 2, 19-20: "Pues por la ley yo he muerto a la ley, viviendo para Dios. Estoy crucificado con Cristo. Y vivo, ya no yo, sino que Cristo vive en mí."
Tres semblanzas de la Cruz y de lo que en ella nos fue dado, de diferentes tonos y sensibilidades:
El árbol de la cruz
está desnudo y lleno de sangre no tiene flores ni frutos
el viento solloza el llanto del infinito en su única rama
y ese árbol es más bello que los cedros del Líbano
y más bello que los árboles de oro de las Hespérides
ese árbol de la muerte
tiene a Dios enredado en su única rama
y hacia él tienden sus flores y sus frutos
el árbol del paraíso que se perdió
y el árbol del paraíso que se ganará.
José Miguel Ibáñez Langlois
Cuando uno considere de qué modo Aquel que sustenta con su palabra todas las cosas, fue conducido fuera de la ciudad al lugar del Calvario, colgado desnudo sobre la cruz con clavos en las manos y en los pies, herido en el costado con una lanza, obligado a beber hiel con vinagre y soportando todo esto no solo con paciencia, sino rezando además por los que le estaban crucificando, ¿cómo no va a amarle con toda su alma?
Cuando piense que siendo Dios sin comienzo, nacido del Padre sin comienzo, de la misma naturaleza y esencia que el adorable santísimo Espíritu, invisible e inescrutable, ha descendido, se ha encarnado, se ha hecho hombre y ha padecido todo esto y muchas otras cosas por su causa para liberarlo de la muerte y la corrupción y hacerlo hijo de Dios y semejante a Dios, aunque sea más duro que una piedra y más frío que el hielo, ¿acaso no se ablandará su alma y se inflamará su corazón por amor de Dios? Yo así lo afirmo: que si alguien cree todo esto de corazón y desde el fondo de su alma, al punto su corazón albergará también el amor a Dios.
Simeón el Nuevo Teólogo
Cómo hacerles comprender que, por mucho que se esfuercen, por muchas prácticas y técnicas que lleven a cabo, aunque trabajaran mil años sobre sí mismos, uno nunca se eleva ni se salva ni se realiza si no es a través de Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros. Porque sin Él no podemos nada y con Él lo podemos todo. Aún no comprenden que la magnitud de la deuda exigía un sacrifico infinito. No ven que en esa cruz, además de todo el sufrimiento del mundo, está también clavado todo el amor de Dios, capaz de ver morir a su Hijo en la más tremenda de las agonías, física y moral, para devolvernos lo perdido, lo que nos quitó nuestra soberbia.
Podemos mirar hacia otro lado, buscar dioses más cómodos de ver o de entender, podemos incluso fantasear con llegar a ser dioses nosotros mismos, solo con nuestro propio esfuerzo. Existen muchas formas de equivocarnos de camino y perdernos para siempre; somos absolutamente libres porque Dios respeta nuestra libertad, sin condiciones. Pero, si queremos aceptar el don inmerecido e inmenso que se nos dio en el Calvario, si queremos unirnos para siempre a Aquel que venció al mundo y a la muerte, el camino siempre pasa por la Cruz. Hasta Nietzsche, en su aparente ateísmo declaró: "Cristo en la cruz sigue siendo todavía el símbolo más sublime". Y San Pablo lo resume en Gálatas 2, 19-20: "Pues por la ley yo he muerto a la ley, viviendo para Dios. Estoy crucificado con Cristo. Y vivo, ya no yo, sino que Cristo vive en mí."
Tres semblanzas de la Cruz y de lo que en ella nos fue dado, de diferentes tonos y sensibilidades:
La cruz de Jesús nos ha salvado porque fue el instrumento de su sacrificio. Sacrificio perfecto y de un valor infinito; nada tienen los hombres que añadir a él. Como San Pablo, nosotros debemos vivir en la fe del Hijo de Dios que nos amó y que se entregó por nosotros. Ahora bien, la fe del Apóstol no consistió en una simple adhesión intelectual al ministerio redentor, ni en una recepción reconocedora, pero pasiva, de un don gratuito.
(…) Nosotros debemos asociarnos activamente al sacrificio de nuestro Jefe. Ciertamente que Él efectuó la redención del mundo una vez para siempre en el Calvario y que esta es ya cosa hecha; sin embargo, no está acabada, pues es preciso que, en la sucesión de los tiempos, los hombres se apliquen los frutos de ella. “La medida de la Pasión de Jesús – decía San Agustín – no estará colmada más que al final del mundo.” Nosotros tenemos que continuar la obra redentora, cuya apuesta es la abolición del pecado; o, por mejor decir, Jesucristo quiere continuarla en nosotros y por nosotros. En la cruz, Jesús no se ha inmolado en nuestro lugar, sino en nuestro nombre, por haberse convertido en uno de nosotros. Con Él, todos los hombres redimidos han ofrecido a Dios el sufrimiento que Jesús experimentaba en su cuerpo y en su alma. Hasta el fin de los siglos, Cristo continuará ofreciendo a Dios su sacrificio, pero lo ofrecerá en cada uno de nosotros, en nuestras adoraciones, en nuestras acciones de gracias, en nuestros apostolados, en nuestros sufrimientos. En este sentido es cómo podía decir el apóstol Pablo que él cumplía su parte de los sufrimientos que Cristo no había soportado todavía (Gal., I, 24) y cómo Pascal podía escribir: “Jesús estará en la agonía hasta el fin del mundo: no cabe dormir durante todo este tiempo”.
Georges Chevrot
El árbol de la cruz
está desnudo y lleno de sangre no tiene flores ni frutos
el viento solloza el llanto del infinito en su única rama
y ese árbol es más bello que los cedros del Líbano
y más bello que los árboles de oro de las Hespérides
ese árbol de la muerte
tiene a Dios enredado en su única rama
y hacia él tienden sus flores y sus frutos
el árbol del paraíso que se perdió
y el árbol del paraíso que se ganará.
José Miguel Ibáñez Langlois
Cuando uno considere de qué modo Aquel que sustenta con su palabra todas las cosas, fue conducido fuera de la ciudad al lugar del Calvario, colgado desnudo sobre la cruz con clavos en las manos y en los pies, herido en el costado con una lanza, obligado a beber hiel con vinagre y soportando todo esto no solo con paciencia, sino rezando además por los que le estaban crucificando, ¿cómo no va a amarle con toda su alma?
Cuando piense que siendo Dios sin comienzo, nacido del Padre sin comienzo, de la misma naturaleza y esencia que el adorable santísimo Espíritu, invisible e inescrutable, ha descendido, se ha encarnado, se ha hecho hombre y ha padecido todo esto y muchas otras cosas por su causa para liberarlo de la muerte y la corrupción y hacerlo hijo de Dios y semejante a Dios, aunque sea más duro que una piedra y más frío que el hielo, ¿acaso no se ablandará su alma y se inflamará su corazón por amor de Dios? Yo así lo afirmo: que si alguien cree todo esto de corazón y desde el fondo de su alma, al punto su corazón albergará también el amor a Dios.
Simeón el Nuevo Teólogo