21 de septiembre de 2011

San Mateo




Escena de El Evangelio según San Mateo, de Pier Paolo Pasolini


          Hoy celebramos la memoria de San Mateo, uno de mis apóstoles preferidos, tal vez porque yo también pasé demasiado tiempo ante el mostrador de los impuestos, dándole al césar lo suyo y lo de Dios. Si somos valientes y coherentes con lo que creemos y sentimos, podemos cambiar, individual y colectivamente, la mesa de los impuestos, símbolo del poder mundano, el egoísmo y la ambición, por la mesa de la Eucaristía, signo de amor y libertad. Solo hace falta seguirle cuando Él nos llama. Y siempre nos está llamando.

          Después del Evangelio, incluyo fragmentos de dos homilías dedicadas a San Mateo por Benedicto XVI y el Cardenal Newman. Esta última no he podido, o no he querido, resumirla más, pero creo que merece la pena.



Caravaggio
La vocación de San Mateo, Caravaggio

 
Mateo 9, 9-13

            Al pasar, vio Jesús a un hombre llamado Mateo sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: "Sígueme". El se levantó y lo siguió. Y estando en la casa, sentado a la mesa, muchos publicanos y pecadores, que habían acudido, se sentaban con Jesús y sus discípulos. Los fariseos, al verlo, preguntaron a los discípulos: "¿Cómo es que vuestro Maestro come con publicanos y pecadores?".
            Jesús lo oyó y dijo: "No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Andad, aprended lo que significa: “Misericordia quiero y no sacrificios”: que no he venido a llamar a  justos, sino a pecadores".





ID, VOSOTROS TAMBIÉN, A MI VIÑA

          Es San Mateo, Apóstol y evangelista, cuya fiesta litúrgica celebramos hoy, quien narra la parábola del dueño de la vid que llama a los trabajadores a trabajar en su viña. Me complace observar que Mateo lo ha experimentado personalmente. Antes de que Jesús le llamara, fue recaudador de impuestos y por lo tanto, considerado como un pecador, excluido de "la Viña del Señor". Pero todo cambia, cuando Jesús, pasando delante de la mesa de impuestos le dijo: "Sígueme". Mateo se levantó y le siguió. El recaudador de impuestos se convirtió inmediatamente en discípulo de Cristo. Fue el "último" y se convirtió el "primero" ( Mt 20,16), gracias a la lógica de Dios que, ¡afortunadamente para nosotros!, es diferente a la del mundo. "Vuestros pensamientos no son mis pensamientos, dice el Señor por boca del profeta Isaías, y mis caminos no son vuestros caminos".
                                                                                                             Benedicto XVI



EL PELIGRO DE LAS RIQUEZAS

            Para nuestra salud espiritual el más obvio de los peligros está en que la posesión de bienes mundanos prácticamente sustituye en nuestro corazón al Único Objeto al cual debemos suprema devoción.       
            Estas posesiones apelan a las inclinaciones corruptas de nuestra naturaleza; prometen y cumplen su promesa de ser dioses para nosotros, y dioses tan buenos que ni siquiera exigen servicio, sino que, como mudos ídolos, exaltan a quien las adora, sellándolos con la noción de su propio poder y seguridad. Y en esto está su principal y más sutil malignidad.
            Los hombres religiosos son capaces de reprimir, incluso de extirpar, los deseos pecaminosos, la lujuria de la carne y de los ojos, la gula, las borracheras y demás, el amor a las diversiones y placeres frívolos y ostentosos, la indulgencia en los lujos de cualquier tipo; pero en lo que concierne a las riquezas, no es tan fácil deshacerse de la secreta sensación que proporcionan, la de una segura plataforma que nos confiere cierta importancia, cierta superioridad; y en consecuencia, quedan apegados a este mundo, pierden de vista el deber de llevar la Cruz, se entorpecen y ven nublado, pierden delicadeza y precisión de tacto: por decirlo así, la punta de sus dedos se embota para todo lo concerniente a los intereses religiosos y sus perspectivas.
            Desean y quieren servir a Dios, incluso Le sirven en su medida; pero no con las agudas sensibilidades, el noble entusiasmo, la grandeza y elevación del alma, el sentido del deber y el afecto hacia Cristo que lo hacen cristiano, sino que obedecen al modo de los judíos, a quienes no les fue dada otra Imagen de Dios más allá de la creación «comiendo gozosos su pan y bebiendo su vino con un corazón alegre», empeñados en que «sus vestidos fueran blancos en todo tiempo y que no falte en su cabeza el perfume, gozando de la vida con su amada esposa todos los días de su vida fugaz» y «disfrutando de su porción en esta vida» (Eclesiastés 9, 7-9). Desde luego, no digo que el debido uso de las bendiciones temporales de Dios esté mal, sino que hacerlos objeto de nuestros afectos, permitirles que nos engañen respecto del «Marido Único» con el que estamos casados, es confundir al Evangelio con el Judaísmo.
            Pero San Mateo estaba expuesto a una tentación adicional que procederé a considerar; pues no sólo poseía, sino que también estaba comprometido en la persecución de mayor fortuna. Nuestro Salvador parece precavernos contra este peligro adicional en su descripción de las espinas en la Parábola del Sembrador, cuando las pinta como «los cuidados de este mundo y el engaño de las riquezas» y todavía más claramente en la parábola de la Gran Cena, donde los invitados se excusan, uno por «haber adquirido un terreno», y el otro «cinco yuntas de bueyes». Mas claro todavía habla San Pablo en su Primera Epístola a Timoteo: «Los que quieren ser ricos caen en la tentación y en la trampa y en muchas codicias necias y perniciosas que precipitan a los hombres en ruina y perdición. Pues raíz de todos los males es el amor al dinero; por desearlo, algunos se desviaron de la fe y se torturaron ellos mismos con muchos dolores» (Mt. 12, 22; Lc. 14, 18-19; I Tim. 6, 9-10).
            El peligro de poseer riquezas está en que conduce a una seguridad carnal; en cambio el peligro de desearlas y buscarlas está en que un objeto de este mundo es puesto delante nuestro como objeto y fin de la vida.
           Una vida de caza-fortuna es una vida de preocupaciones; desde su inicio existe la temible anticipación de pérdidas que de distintos modos inquietan la mente y deprimen el ánimo; pero más que eso esta ansiedad puede inficionarlo de tal modo que en su persecución de las riquezas y por el remolino de los negocios en que se encuentra envuelto, un hombre puede llegar al extremo de no poder pensar en otra cosa y ya no poder pensar en Dios.
            Podréis oír a hombres hablar como si la obtención de riquezas fuera el negocio propio de la vida. Argumentarán que por las leyes de la naturaleza un hombre está obligado a ganarse el pan para sí y los suyos y que él encuentra una recompensa en proceder así, lo que le da una satisfacción inocente y honorable mientras hace una suma tras otra y recuenta sus ganancias. Y tal vez pueda argumentar aun más, que desde la caída de Adán es obligación del hombre «trabajar con el sudor de la frente» mediante esfuerzo y con ansiedad «para ganar el pan» de cada día. ¡Qué extraño que no recuerden la graciosa promesa de Cristo que abrogó esa maldición original. A fin de que fuéramos librados de la esclavitud de la corrupción, Él expresamente nos dijo que las necesidades de la vida nunca le faltarán a quien fuera discípulo fiel, así como tampoco le faltó comida y aceite a la viuda de Sarepta; que, mientras está obligado a trabajar por los suyos, no tiene por qué quedar atrapado por la solicitud de sus trabajos, que, mientras está ocupado, su corazón pueda estar ocioso para su Señor. «Tampoco andéis afanados por lo que habéis de comer o beber, y no estéis ansiosos. Todas estas cosas, los paganos del mundo las buscan afanosamente; pero vuestro Padre sabe que tenéis necesidad de ellas. Buscad pues antes su reino, y todas las cosas os serán puestas delante» (Lc. 12, 29-31).
            Os he dado pues la principal razón de por qué el afán de ganancias, sea conducida de forma pequeña o a gran escala, resulta perjudicial para nuestros intereses espirituales puesto que fija la mente sobre un objeto de este mundo; pero hay razones adicionales. El dinero es una especie de creación y le otorga a su adquirente, aun más que a quien ya lo posee, una imaginación de su propio poder; y lo inclina a idolatrar su propio yo. Aun cuando su conducta sea enteramente desinteresada y amable (como en el caso del que gasta por el confort de aquellos que dependen de él), aun así, siempre se insinuará una cierta indulgencia para sí mismo, un espíritu de soberbia y orgullo mundano.
          Existen tantas defraudaciones y prevaricaciones convencionales en los detalles del mundo de los negocios, tan intrincados el manejo de sus cuentas, tantos interrogantes perplejos acerca de la justicia y de la equidad, tantos plausibles subterfugios y ficciones de la ley, tanta confusión entre los imprecisos lineamientos de una conducta honesta y de buena ciudadanía, que requiere de una mente muy derecha para mantenerse firme en la obediencia a una conciencia estricta, al honor, a la verdad, y considerar los asuntos en los que está comprometido como si los viera por primera vez, como si fuera un extranjero recién llegado a quien se le ponen por delante todos estos asuntos por junto.
            Con tan melancólica perspectiva de nuestra condición, el ejemplo de San Mateo constituye nuestro consuelo; pues sugiere que nosotros, ministros de Cristo, podemos gozar de gran libertad de palabra y declarar sin reserva alguna que los bienes y las ganancias son peligrosísimos, sin con eso faltar a la caridad con los individuos expuestos a semejantes peligros. Pueden ser hermanos del Evangelista que lo dejó todo por Cristo. Es más, muchos han seguido su ejemplo en todo tiempo; y en proporción a la fuerza de la tentación que los rodea son bendecidos y alabados porque pudieron, entre «las olas del mar» y «el gran saber de su tráfico», oír la voz de Cristo, tomar su cruz, y seguirlo.


                                                                Beato John Henry Cardenal Newman

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