20 de noviembre de 2011

Jesucristo, Rey del universo




Evangelio de Mateo 25, 31-46

            En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:
            Cuando venga en su gloria el Hijo del Hombre y todos los ángeles con él se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones.
            Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha:
            ¾ Venid, vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme.
            Entonces los justos le contestarán:
            ¾ Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?
            Y el rey les dirá:
            ¾ Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis.
            Y entonces dirá a los de su izquierda:
            ¾ Apartaos de mí, malditos; id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis.
            Entonces también éstos contestarán:
            ¾ Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel y no te asistimos?
            Y él replicará:
            ¾ Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo.
            Y éstos irán al castigo eterno y los justos a la vida eterna.



            Hoy celebramos la fiesta de Jesucristo, Rey del universo. “Mi reino no es de este mundo” (Jn 18, 36), dijo el reo sereno al tembloroso pretor, antes de ser coronado de espinas. Y aún así, es Rey de todo el universo, también de este mundo perecedero, cuyo siniestro príncipe fue vencido y destronado por Él.
            En el Calvario fue derrotado el imperio del egoísmo, la soberbia y la muerte, y fue instaurado el reino de la gracia y del amor. Jesucristo es Rey del universo, no solo porque lo haya conquistado a través de la Cruz, siempre fue Rey, por herencia, desde la eternidad: “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.” (Jn 1, 1)
            Es Rey de todo, lo manifiesto y lo no manifiesto, lo visible y lo invisible, incluido nuestro mundo de tribulación. Pero Su reino no es de este mundo, viene de lo alto y hacia allí nos conduce a cuantos nos consideremos súbditos Suyos. El primero fue un ladrón, “muchos primeros serán últimos, y muchos últimos primeros”, (Mc 10, 31), Dimas, el buen ladrón, crucificado a la derecha del Jesús.
           Si decidimos ser súbditos de ese reino de gracia y de luz hemos de reverenciar a un Rey que, después de mostrar su mansedumbre en un juicio demencial, fue humillado, torturado y clavado desnudo en una cruz, para morir entre dos delincuentes. “Crucificaron con Él a dos ladrones. Uno a la derecha y otro a la izquierda.” (Mt 27, 38)
            Hay tres cruces en el Calvario; sigue habiendo tres cruces; en la del medio está clavado el Rey del universo.
            A su izquierda está Gestas, el soberbio ladrón impenitente, burlándose del Rey. Ebrio de arrogancia y sorna hasta en la muerte, no quiere darse cuenta de que está al borde del peor de los abismos y se recrea un poco más en su turbio sueño de locura y prepotencia.
            A la derecha del Rey, agoniza otro ladrón, manso y humilde. A pesar de su vida miserable, plagada de graves errores, ha conservado en el corazón la pureza suficiente para reconocer la majestad de su compañero de suplicio. Y es capaz, en un solo instante de fe arrolladora, de merecerlo todo, de conquistar el Reino, y se convierte en modelo y maestro de oración, enseñándonos a pedir.
            Dimas, el primer santo, canonizado por el mismo Jesucristo: “En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43), no pide ser bajado de la cruz para seguir viviendo, pues se reconoce merecedor del tremendo castigo. En su tímida, humilde oración, apenas se atreve a pedir un recuerdo. No se siente digno siquiera de entrar en ese Reino en el que ya cree con una fe vigorosa, nacida al borde de la muerte. Se conforma con que el Rey, que agoniza a su lado, se acuerde de él. Un recuerdo, un pensamiento es lo único que pide este “último” que se convierte en “primero” por el poder de la humildad. Y Jesucristo, que siempre escucha y es infinitamente generoso, le concede nada menos que la vida eterna.
            Tarde o temprano todos seremos crucificados; nadie escapa del dolor y la muerte. ¿Qué cruz elegiremos, la de la derecha o la de la izquierda, la del amor, la entrega y la humildad o la del desamor y la ciega soberbia? Conviene que vayamos eligiendo ya, mientras tenemos luz, el lugar que queremos ocupar, “pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda” (Mt 25, 33). El de la derecha nos hace súbditos del Rey, y, el colmo de las maravillas, co-herederos del Reino, en el de la izquierda solo hay esclavos.
“Caminad mientras tenéis la luz, para que la oscuridad no se apodere de vosotros. El que camina en la oscuridad no sabe adónde va. Mientras tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de la luz.” (Juan 12, 35-36)
            Elijamos ahora y elijamos bien, pero sin olvidar nunca que nuestro Rey es Aquel que vino a salvar lo que estaba perdido. Porque hay otra forma mucho más sutil y peligrosa de soberbia, que espera agazapada a los “buenos” que se vanaglorian de ser “buenos”, a los que se acomodan en sus acertadas opciones de vida y olvidan que Jesús aborrece a los tibios (Ap. 3, 16) y dijo que el reino de los cielos era arrebatado por los violentos (Mt 11, 12). Con la medida que midiereis seréis medidos (Mt 7, 2), dijo también este Rey que rompe todos los esquemas y anda con prostitutas y pecadores.
La fe sin obras es una fe muerta (Sant. 2, 26), pero qué más obra podía hacer Dimas que demostrar su fe con una brevísima y sincera oración. Es un ladrón, un delincuente, pero ha sabido decir sí cuando es sí y no cuando es no (Mt 5, 37), mejor que los apóstoles que, a excepción de Juan, no se atrevieron a acompañar a su Maestro hasta la cruz. La obra que acompaña la fe de Dimas es tan sutil que casi pasa desapercibida. La fe sin obras está muerta, pero muchas veces la obra sucede dentro, sin alardes, transformándonos y recreándonos a Su imagen y semejanza, porque la obra siempre es Suya, por mucho que parezca que nos afanamos, Suya siempre.
            Esa tímida petición de Dimas es su gran obra. Para decir “acuérdate de mí cuando estés en tu Reino” ha tenido que vivir un proceso interior de dimensiones incalculables. Acaso ese proceso haya durado años o acaso un instante de gracia. Cómo no iba a recibir Gracia el testigo más cercano de la Salvación.
Y Gestas, el mal ladrón, la oveja más perdida, como Judas, ¿la recibiría también, aunque no nos quede ni una prueba? ¿Podría seguir siendo el mal ladrón junto a la sangre bendita y todopoderosa de Aquel que la derramó por todos? ¿O sería su conversión tan silenciosa y discreta como un espirar confiado, como un abandonarse a los brazos del Padre de Aquel que está muriendo también por él, por el ciego Gestas que Le insulta y desafía hasta el final?
            “El último enemigo aniquilado será la muerte. Y, cuando todo esté sometido, entonces también el Hijo se someterá a Dios. Y así Dios lo será todo para todos.” 1 Cor 15, 26.28



El condenado se dirige ahora a la faz del cielo
Padre perdónalos porque no saben lo que hacen
no un rayo que los fulmine sino otro rayo
del cielo que los arrulle ha pedido y viene ese rayo
dulce y bueno perdonador de todos los crucificadores
en verdad en verdad el amor absoluto por sus enemigos
es el mundo al revés en sus ojos agonizantes
desde la profundidad del Reino clama perdón para sus deicidas
que no saben lo que hacen oh pobre condición humana
ellos ignoran lo inconmensurable de su propia acción
ellos son menos poderosos para hacerse el mal
que Jesucristo para hacerles bien por el crimen perfecto
que los convierte en amores de Jesucristo.

                                                                                     José Miguel Ibáñez Langlois
                                                                                            Libro de la Pasión


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