26 de noviembre de 2011

¡Velad!


Marán athá. El Señor viene 



Evangelio de Marcos 13, 33-37

         En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:
¾ Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento.
Es igual que un hombre que se fue de viaje, y dejó su casa y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara.
         Velad, entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer: no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos.
         Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡Velad!



Homilía del Cardenal Newman (1801-1890):

           Consideremos pues esta cuestión tan grave que a todos nos concierne de manera tan íntima: ¿en qué consiste esto de vigilar, de velar por la venida de Cristo? Él nos dice: “Velad, pues, porque no sabéis cuándo volverá el Señor de la casa, si en la tarde, o a la medianoche, o con el canto del gallo, o en la mañana, no sea que volviendo de improviso os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡Velad!” (Mc. XIII:35-37). Y en otro lugar: “Si el dueño de casa supiese a qué hora el ladrón ha de venir, no dejaría horadar su casa.” (Lc. XII:39). Advertencias parecidas, tanto de Nuestro Señor como de sus Apóstoles, se hallan en otros lugares. Por ejemplo está la parábola de las Diez Vírgenes, cinco de las cuales eran sabias y cinco necias, que resultaron sorprendidas por el novio que se demoraba y que apareció de repente hallándolas desprovistas de aceite. Sobre lo cual, comenta Nuestro Señor: “Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora”. (Mt. XXV:13). Y otra vez: “Mirad por vosotros mismos, no sea que vuestros corazones se carguen de glotonería y embriaguez, y con cuidados de esta vida, y que ese día no caiga de vosotros de improviso, como una red; porque vendrá sobre todos los habitantes de la tierra entera. Velad, pues, y no ceséis de rogar para que podáis escapar a todas estas cosas que han de suceder, y estar en pie delante del Hijo del Hombre” (Lc. XXI:35-36). Y de igual manera lo retó a Pedro en términos parecidos: “Simón, ¿duermes? No pudiste velar una hora?” (Mc. XIV:37).
            De manera parecida San Pablo en su Epístola a los Romanos: “Hora es ya que despertéis del sueño… La noche está avanzada, y el día está cerca” (Rom. XIII:11, 12). Y nuevamente: “Velad; estad firmes en la fe; comportaos varonilmente” (I Cor. XVI:13); “Confortaos en el Señor y en la fuerza de su poder. Revestíos con la armadura de Dios, para poder sosteneros contra los ataques engañosos del diablo… para que podáis resistir en el día malo, y habiendo cumplido todo, estar en pie” (Ef. VI:10, 13); “No durmamos como los demás; antes bien velemos y seamos sobrios” (I Tes. V:6). Y de modo parecido, San Pedro: “Sed sobrios y estad en vela: vuestro adversario el diablo ronda, como un león rugiente, buscando a quien devorar” (I Pet. V:8). No menos que San Juan: “He aquí que vengo como ladrón. Dichoso el que vela y guarda sus vestidos” (Apoc. XVI:15).
            Ahora bien, considero que esta palabra, velad, usada originalmente por Nuestro Señor, luego por su discípulo preferido, luego por los dos grandes Apóstoles, Pedro y Pablo, es una palabra notable, notable porque la idea que expresa no resulta tan obvia como podría parecer a primera vista, y luego porque todos insisten tanto en ella. No es que tengamos que creer simplemente, sino velar también; no basta con amar, sino que tenemos que velar también; no basta obedecer, hay que velar también; velar, estar vigilantes—¿por qué? Por ese gran acontecimiento, la Segunda Venida de Cristo. Por tanto, ora nos detengamos a considerar el sentido obvio de la palabra, ora el Objeto sobre el cual versa, nos parece ver que se nos insta a un deber especial que naturalmente no se nos habría ocurrido. La mayoría de nosotros tiene una idea general sobre qué se quiere significar con las palabras creer, temer, amar y obedecer; pero a lo mejor no contemplamos o no entendemos enteramente lo que se quiere decir con velar, con estar vigilantes.
            Y me da por pensar que es una herramienta muy práctica para distinguir entre los verdaderos y perfectos sirvientes de Dios y la multitud de los llamados cristianos; distinguir entre ellos, entre quiénes son, no diré falsos o reprobados, pero cuyo mismo talante hace que no podamos decir gran cosa sobre ellos, ni hacernos demasiada idea de cuál será su suerte. Y al decir esto, no vayan a entender que estoy sugiriendo—pues en modo alguno lo estoy haciendo—que podamos tener por cierto quiénes son los perfectos y quiénes son los cristianos incompletos o de doblez; ni tampoco que aquellos que discurren e insisten sobre estos tópicos parusíacos se encuentran del lado bueno de la divisoria. Sólo me refiero a dos tipos de personalidades: uno de carácter veraz y consistente y aquel otro—el inconsistente; y digo que serán separados no poco por este único rasgo—los cristianos de veras, sean quiénes sean, vigilan, y los cristianos inconsistentes, no. Pues bien, ¿qué es vigilar?
            Vela por Cristo quien dispone de un alma sensible, solícita, receptiva; un alma viva, atenta, alerta, celosa en su búsqueda y de Su honra; que lo busca en cada cosa que sucede, y que no se sorprendería, que no se hallaría sobre-excitado ni abrumado si cae en la cuenta de que Él está por venir en seguida.
            Esto es velar: estar desapegados del presente y vivir en lo que es invisible; vivir pensando en el Cristo—cómo vino una vez, cómo volverá; desear su Segunda Venida y que ese deseo proceda del recuerdo afectuoso y agradecido por su venida aquella primera vez. Y en esto encontraremos que en general los hombres se muestran deficientes. Lo que significa velar, y cómo se trata de un deber—sobre eso no tienen ninguna idea precisa. Y así es que el asunto este de velar, de paso viene a constituirse en prueba apropiada para establecer quién es cristiano, toda vez que resulta una faceta esencial de la fe y del amor. Aun así los hombres de este mundo ni siquiera lo profesan. E insisto: velar es propiedad específica de la fe y del amor, constituye la vida o la energía de aquellas virtudes y es el modo en que, si son genuinas, se manifiestan.
            Resulta fácil ejemplificar lo que quiero decir con ejemplos de experiencias de la vida que todos tenemos. Indudablemente son muchos los que se mofan abiertamente de la religión, o que al menos desobedecen abiertamente sus leyes; mas consideremos aquellos que tienen almas un poco más sobrias y son un poco más concienzudos. Cuentan con un buen número de cualidades, y en cierto sentido y hasta cierto punto se puede decir que son religiosos. Pero no velan. Brevemente dicho, sus nociones acerca de la religión son éstas: se trata de amar a Dios, sin duda, pero también de amar al mundo; no sólo cumpliendo con su obligación sino también encontrando su principal y más elevado bien en aquel estado al que Dios ha querido llamarlos, descansando en eso, tomándolo como debido. Sirven a Dios, y lo buscan; pero contemplan al mundo presente como si fuera eterno, no como un telón de fondo, el paisaje meramente pasajero detrás de los deberes que tienen que cumplir y de los privilegios de que disfrutan—nunca contemplan la perspectiva de que un día serán separados de todo eso. No es que vayan a olvidarse de Dios, ni que dejen de vivir según sus principios, o que se olviden de que los bienes de este mundo son Su regalo; pero los aman por sí mismos más que por gratitud a su Dador, y cuentan con que estas cosas van a permanecer—como si esos bienes fueran a permanecer tanto como sus deberes y privilegios religiosos. No entienden que son llamados a ser extranjeros y peregrinos sobre esta tierra, y que su suerte en este mundo y los bienes mundanos que les tocó en suerte no son sino una especie de accidente de su existencia, y que en rigor no tienen derecho de propiedad sobre ellos, por más que las leyes humanas les garantice tal propiedad. Entonces, y de acuerdo con esto, ponen su corazón en estos bienes, sean grandes o pequeños, y todo esto con algún sentido de religión—pero en cualquier caso, idolátricamente. Ésta es su falta—una identificación de Dios con el mundo y por tanto una idolatría de este mundo; y así se ven libres de los trabajos que supone aguardar a su Dios, pues creen que ya lo han encontrado en los bienes de este mundo. Por tanto, mientras son dignos de alabanza por razón de muchos de sus comportamientos y si bien resultan benévolos, caritativos, gentiles, buenos vecinos y útiles para su generación—y más todavía, aunque quizás se muestren constantes en el cumplimiento de los deberes religiosos ordinarios establecidos por la costumbre, y si bien despliegan muchos sentimientos rectos y amables y son muy correctos en sus opiniones e incluso a medida que pasa el tiempo mejoran su carácter y su conducta, y corrigen mucha cosa en la que andaban mal, y ganan en dominio de sí, maduran el juicio y por tanto son tenidos en gran estima—aun así está claro que aman este mundo, se muestran renuentes a dejarlo y desean aumentar la cantidad de sus bienes. Les gusta la riqueza, la distinción, el prestigio y ejercer influencia. Puede que mejoren en conducta, pero no en sus objetivos; van para adelante, pero no ascienden; se mueven en un nivel bajo, y aun cuando se movieran para adelante durante siglos enteros, jamás se levantarían por sobre la atmósfera de este mundo. Por tanto, sin negar que esta gente merezca alabanza por muchos de sus hábitos y prácticas, diría que les falta el corazón tierno y delicado que pende del pensar en Cristo y que vive en Su amor.
            El hálito del mundo tiene un peculiar poder para lo que podría llamarse la oxidación del alma. El espejo dentro suyo, en lugar de devolver el reflejo del Hijo de Dios su Salvador, exhibe una imagen pálida y descolorida; y de aquí que disponen de mucho bien dentro suyo, pero sólo está ahí, dentro suyo—esa imagen no los atraviesa, no está a su alrededor y sobre ellos. Sobre ellos se encuentra otra cosa: una costra maligna. Piensan con el mundo; están llenos de las nociones del mundo y de su forma de hablar; apelan al mundo, y tienen una especie de reverencia para lo que el mundo tiene que decir. En esta gente uno encuentra ausente una cierta naturalidad, una sencillez y una aptitud infantil para ser enseñados. Resulta difícil conmoverlos, o (lo que podría decirse) alcanzarlos y persuadirlos para que sigan un rumbo recto. Se apartan cuando uno menos lo espera: tienen reservas, hacen distinciones, formulan excepciones, se detienen en refinamientos, en cuestiones en las que al final no hay sino dos lados, el bueno y el malo, la verdad y el error. En tiempos en que deberían fluir cómodamente, sus sentimientos religiosos se traban; en su conversación, o bien se muestran tímidos y nada pueden decir, o bien parecen afectados y tensos. Y así como el óxido corroe el metal y se lo devora, así el espíritu del mundo penetra más y más profundamente en el alma que alguna vez lo dejó entrar. Y así parece que este es uno de los grandes fines de la aflicción, esto es, que frota, raspa y limpia el alma de estas manchas exteriores y en alguna medida la mantiene en su pureza y luminosidad bautismal.
            Año tras año… los años pasan silenciosamente; y la Segunda Venida de Cristo cada vez se acerca más. ¡Quiera Dios que a medida que Él se acerca a la tierra nosotros nos vayamos aproximando al Cielo! Hermanos míos, suplico que le recen para que les dé un corazón para buscarlo con toda sinceridad. Recen para que los haga solícitos. Sólo tienen un trabajo que hacer, que es seguirlo llevando la cruz. Determínense a hacerlo con Su Fuerza. Resuélvanse a no dejarse engañar por “sombras de religión”, por palabras, o por disputas, o por nociones, o por altisonantes declaraciones, o por excusas, o por las promesas o amenazas del mundo. Recen para que les otorgue lo que la Escritura llama “un corazón bueno y honesto”, o “un corazón perfecto”, y, sin solución de continuidad comiencen en seguida a obedecerle con el mejor corazón que tengan. Cualquier obediencia es mejor que ninguna—cualquier protesta o declamación separada de la obediencia es pura fachada y engaño. Cualquier religión que no los acerca a Dios es del mundo. Deben buscar su rostro; la obediencia es el único camino para buscarlo. Todos los deberes no son sino obediencias. Si quieren creer en las verdades que Él reveló, si desean regularse por sus preceptos, ser fieles a sus ordenanzas, adherir a su Iglesia y su gente, ¿por qué será, sino porque Él los llamó? Y hacer lo que Él quiere equivale a obedecerle, y obedecerle equivale a acercársele. Cada acto de obediencia es un paso más cerca, un paso más cerca de Aquél que no se halla lejos, aunque lo parezca, sino muy cerca—detrás de esta pantalla de cosas visibles que lo oculta. Él está detrás de esta estructura material; el cielo y la tierra no son sino un velo desplegado entre Él y nosotros; llegará el día en que rasgará ese velo y aparecerá ante nuestra vista. Y entonces, de conformidad con la intensidad con que lo hemos estado esperando, nos recompensará. Si lo hemos olvidado, nos desconocerá; pero “¡felices esos servidores, que el amo, cuando llegue, hallará velando! […] Él se ceñirá, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirles. Y si llega a la segunda vela, o a la tercera y así los hallare, ¡felices de ellos!” (Lc. XII:37-38). ¡Quiera Dios que a todos nosotros nos toque ese destino! Es duro alcanzarlo, pero desdichado el que falla.
            Breve es la vida; cierta la muerte; y eterno el mundo por venir.
                                                                                    
                                                                                                      John Henry Newman



Algunos pensamientos de Imitación de Cristo, de Thomas Kempis, que nos animan a velar:


            "Así habías de conducirte en toda obra y pensamiento, como si hoy hubieses de morir.”

            “Si no estás dispuesto hoy, ¿cómo lo estarás mañana? Mañana es día incierto; y ¿qué sabes si amanecerás mañana?”

            “¡Ojalá hubiéramos vivido siquiera un día bien en este mundo!”

            “Bienaventurado el que tiene siempre la hora de la muerte delante de sus ojos y se dispone cada día a morir.”




                                   ESTRATEGIA

                                 Los rayos del sol
                                no pueden penetrar
    la sombra densa que aún me envuelve.

                          Tal vez, cuando recuerde
                           quién soy y por qué vine,
                              encuentre la manera
           de atravesar tan grueso muro.

                              O, tal vez, si recuerdo
   que puedo morir en cualquier momento,
                          que puedo morir justo ahora,
                                  el humo empezará,
                              por sí solo, a disolverse.

No hay comentarios:

Publicar un comentario