26 de noviembre de 2011

¡Velad!


Marán athá. El Señor viene 



Evangelio de Marcos 13, 33-37

         En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:
¾ Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento.
Es igual que un hombre que se fue de viaje, y dejó su casa y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara.
         Velad, entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer: no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos.
         Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡Velad!



Homilía del Cardenal Newman (1801-1890):

           Consideremos pues esta cuestión tan grave que a todos nos concierne de manera tan íntima: ¿en qué consiste esto de vigilar, de velar por la venida de Cristo? Él nos dice: “Velad, pues, porque no sabéis cuándo volverá el Señor de la casa, si en la tarde, o a la medianoche, o con el canto del gallo, o en la mañana, no sea que volviendo de improviso os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡Velad!” (Mc. XIII:35-37). Y en otro lugar: “Si el dueño de casa supiese a qué hora el ladrón ha de venir, no dejaría horadar su casa.” (Lc. XII:39). Advertencias parecidas, tanto de Nuestro Señor como de sus Apóstoles, se hallan en otros lugares. Por ejemplo está la parábola de las Diez Vírgenes, cinco de las cuales eran sabias y cinco necias, que resultaron sorprendidas por el novio que se demoraba y que apareció de repente hallándolas desprovistas de aceite. Sobre lo cual, comenta Nuestro Señor: “Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora”. (Mt. XXV:13). Y otra vez: “Mirad por vosotros mismos, no sea que vuestros corazones se carguen de glotonería y embriaguez, y con cuidados de esta vida, y que ese día no caiga de vosotros de improviso, como una red; porque vendrá sobre todos los habitantes de la tierra entera. Velad, pues, y no ceséis de rogar para que podáis escapar a todas estas cosas que han de suceder, y estar en pie delante del Hijo del Hombre” (Lc. XXI:35-36). Y de igual manera lo retó a Pedro en términos parecidos: “Simón, ¿duermes? No pudiste velar una hora?” (Mc. XIV:37).
            De manera parecida San Pablo en su Epístola a los Romanos: “Hora es ya que despertéis del sueño… La noche está avanzada, y el día está cerca” (Rom. XIII:11, 12). Y nuevamente: “Velad; estad firmes en la fe; comportaos varonilmente” (I Cor. XVI:13); “Confortaos en el Señor y en la fuerza de su poder. Revestíos con la armadura de Dios, para poder sosteneros contra los ataques engañosos del diablo… para que podáis resistir en el día malo, y habiendo cumplido todo, estar en pie” (Ef. VI:10, 13); “No durmamos como los demás; antes bien velemos y seamos sobrios” (I Tes. V:6). Y de modo parecido, San Pedro: “Sed sobrios y estad en vela: vuestro adversario el diablo ronda, como un león rugiente, buscando a quien devorar” (I Pet. V:8). No menos que San Juan: “He aquí que vengo como ladrón. Dichoso el que vela y guarda sus vestidos” (Apoc. XVI:15).
            Ahora bien, considero que esta palabra, velad, usada originalmente por Nuestro Señor, luego por su discípulo preferido, luego por los dos grandes Apóstoles, Pedro y Pablo, es una palabra notable, notable porque la idea que expresa no resulta tan obvia como podría parecer a primera vista, y luego porque todos insisten tanto en ella. No es que tengamos que creer simplemente, sino velar también; no basta con amar, sino que tenemos que velar también; no basta obedecer, hay que velar también; velar, estar vigilantes—¿por qué? Por ese gran acontecimiento, la Segunda Venida de Cristo. Por tanto, ora nos detengamos a considerar el sentido obvio de la palabra, ora el Objeto sobre el cual versa, nos parece ver que se nos insta a un deber especial que naturalmente no se nos habría ocurrido. La mayoría de nosotros tiene una idea general sobre qué se quiere significar con las palabras creer, temer, amar y obedecer; pero a lo mejor no contemplamos o no entendemos enteramente lo que se quiere decir con velar, con estar vigilantes.
            Y me da por pensar que es una herramienta muy práctica para distinguir entre los verdaderos y perfectos sirvientes de Dios y la multitud de los llamados cristianos; distinguir entre ellos, entre quiénes son, no diré falsos o reprobados, pero cuyo mismo talante hace que no podamos decir gran cosa sobre ellos, ni hacernos demasiada idea de cuál será su suerte. Y al decir esto, no vayan a entender que estoy sugiriendo—pues en modo alguno lo estoy haciendo—que podamos tener por cierto quiénes son los perfectos y quiénes son los cristianos incompletos o de doblez; ni tampoco que aquellos que discurren e insisten sobre estos tópicos parusíacos se encuentran del lado bueno de la divisoria. Sólo me refiero a dos tipos de personalidades: uno de carácter veraz y consistente y aquel otro—el inconsistente; y digo que serán separados no poco por este único rasgo—los cristianos de veras, sean quiénes sean, vigilan, y los cristianos inconsistentes, no. Pues bien, ¿qué es vigilar?
            Vela por Cristo quien dispone de un alma sensible, solícita, receptiva; un alma viva, atenta, alerta, celosa en su búsqueda y de Su honra; que lo busca en cada cosa que sucede, y que no se sorprendería, que no se hallaría sobre-excitado ni abrumado si cae en la cuenta de que Él está por venir en seguida.
            Esto es velar: estar desapegados del presente y vivir en lo que es invisible; vivir pensando en el Cristo—cómo vino una vez, cómo volverá; desear su Segunda Venida y que ese deseo proceda del recuerdo afectuoso y agradecido por su venida aquella primera vez. Y en esto encontraremos que en general los hombres se muestran deficientes. Lo que significa velar, y cómo se trata de un deber—sobre eso no tienen ninguna idea precisa. Y así es que el asunto este de velar, de paso viene a constituirse en prueba apropiada para establecer quién es cristiano, toda vez que resulta una faceta esencial de la fe y del amor. Aun así los hombres de este mundo ni siquiera lo profesan. E insisto: velar es propiedad específica de la fe y del amor, constituye la vida o la energía de aquellas virtudes y es el modo en que, si son genuinas, se manifiestan.
            Resulta fácil ejemplificar lo que quiero decir con ejemplos de experiencias de la vida que todos tenemos. Indudablemente son muchos los que se mofan abiertamente de la religión, o que al menos desobedecen abiertamente sus leyes; mas consideremos aquellos que tienen almas un poco más sobrias y son un poco más concienzudos. Cuentan con un buen número de cualidades, y en cierto sentido y hasta cierto punto se puede decir que son religiosos. Pero no velan. Brevemente dicho, sus nociones acerca de la religión son éstas: se trata de amar a Dios, sin duda, pero también de amar al mundo; no sólo cumpliendo con su obligación sino también encontrando su principal y más elevado bien en aquel estado al que Dios ha querido llamarlos, descansando en eso, tomándolo como debido. Sirven a Dios, y lo buscan; pero contemplan al mundo presente como si fuera eterno, no como un telón de fondo, el paisaje meramente pasajero detrás de los deberes que tienen que cumplir y de los privilegios de que disfrutan—nunca contemplan la perspectiva de que un día serán separados de todo eso. No es que vayan a olvidarse de Dios, ni que dejen de vivir según sus principios, o que se olviden de que los bienes de este mundo son Su regalo; pero los aman por sí mismos más que por gratitud a su Dador, y cuentan con que estas cosas van a permanecer—como si esos bienes fueran a permanecer tanto como sus deberes y privilegios religiosos. No entienden que son llamados a ser extranjeros y peregrinos sobre esta tierra, y que su suerte en este mundo y los bienes mundanos que les tocó en suerte no son sino una especie de accidente de su existencia, y que en rigor no tienen derecho de propiedad sobre ellos, por más que las leyes humanas les garantice tal propiedad. Entonces, y de acuerdo con esto, ponen su corazón en estos bienes, sean grandes o pequeños, y todo esto con algún sentido de religión—pero en cualquier caso, idolátricamente. Ésta es su falta—una identificación de Dios con el mundo y por tanto una idolatría de este mundo; y así se ven libres de los trabajos que supone aguardar a su Dios, pues creen que ya lo han encontrado en los bienes de este mundo. Por tanto, mientras son dignos de alabanza por razón de muchos de sus comportamientos y si bien resultan benévolos, caritativos, gentiles, buenos vecinos y útiles para su generación—y más todavía, aunque quizás se muestren constantes en el cumplimiento de los deberes religiosos ordinarios establecidos por la costumbre, y si bien despliegan muchos sentimientos rectos y amables y son muy correctos en sus opiniones e incluso a medida que pasa el tiempo mejoran su carácter y su conducta, y corrigen mucha cosa en la que andaban mal, y ganan en dominio de sí, maduran el juicio y por tanto son tenidos en gran estima—aun así está claro que aman este mundo, se muestran renuentes a dejarlo y desean aumentar la cantidad de sus bienes. Les gusta la riqueza, la distinción, el prestigio y ejercer influencia. Puede que mejoren en conducta, pero no en sus objetivos; van para adelante, pero no ascienden; se mueven en un nivel bajo, y aun cuando se movieran para adelante durante siglos enteros, jamás se levantarían por sobre la atmósfera de este mundo. Por tanto, sin negar que esta gente merezca alabanza por muchos de sus hábitos y prácticas, diría que les falta el corazón tierno y delicado que pende del pensar en Cristo y que vive en Su amor.
            El hálito del mundo tiene un peculiar poder para lo que podría llamarse la oxidación del alma. El espejo dentro suyo, en lugar de devolver el reflejo del Hijo de Dios su Salvador, exhibe una imagen pálida y descolorida; y de aquí que disponen de mucho bien dentro suyo, pero sólo está ahí, dentro suyo—esa imagen no los atraviesa, no está a su alrededor y sobre ellos. Sobre ellos se encuentra otra cosa: una costra maligna. Piensan con el mundo; están llenos de las nociones del mundo y de su forma de hablar; apelan al mundo, y tienen una especie de reverencia para lo que el mundo tiene que decir. En esta gente uno encuentra ausente una cierta naturalidad, una sencillez y una aptitud infantil para ser enseñados. Resulta difícil conmoverlos, o (lo que podría decirse) alcanzarlos y persuadirlos para que sigan un rumbo recto. Se apartan cuando uno menos lo espera: tienen reservas, hacen distinciones, formulan excepciones, se detienen en refinamientos, en cuestiones en las que al final no hay sino dos lados, el bueno y el malo, la verdad y el error. En tiempos en que deberían fluir cómodamente, sus sentimientos religiosos se traban; en su conversación, o bien se muestran tímidos y nada pueden decir, o bien parecen afectados y tensos. Y así como el óxido corroe el metal y se lo devora, así el espíritu del mundo penetra más y más profundamente en el alma que alguna vez lo dejó entrar. Y así parece que este es uno de los grandes fines de la aflicción, esto es, que frota, raspa y limpia el alma de estas manchas exteriores y en alguna medida la mantiene en su pureza y luminosidad bautismal.
            Año tras año… los años pasan silenciosamente; y la Segunda Venida de Cristo cada vez se acerca más. ¡Quiera Dios que a medida que Él se acerca a la tierra nosotros nos vayamos aproximando al Cielo! Hermanos míos, suplico que le recen para que les dé un corazón para buscarlo con toda sinceridad. Recen para que los haga solícitos. Sólo tienen un trabajo que hacer, que es seguirlo llevando la cruz. Determínense a hacerlo con Su Fuerza. Resuélvanse a no dejarse engañar por “sombras de religión”, por palabras, o por disputas, o por nociones, o por altisonantes declaraciones, o por excusas, o por las promesas o amenazas del mundo. Recen para que les otorgue lo que la Escritura llama “un corazón bueno y honesto”, o “un corazón perfecto”, y, sin solución de continuidad comiencen en seguida a obedecerle con el mejor corazón que tengan. Cualquier obediencia es mejor que ninguna—cualquier protesta o declamación separada de la obediencia es pura fachada y engaño. Cualquier religión que no los acerca a Dios es del mundo. Deben buscar su rostro; la obediencia es el único camino para buscarlo. Todos los deberes no son sino obediencias. Si quieren creer en las verdades que Él reveló, si desean regularse por sus preceptos, ser fieles a sus ordenanzas, adherir a su Iglesia y su gente, ¿por qué será, sino porque Él los llamó? Y hacer lo que Él quiere equivale a obedecerle, y obedecerle equivale a acercársele. Cada acto de obediencia es un paso más cerca, un paso más cerca de Aquél que no se halla lejos, aunque lo parezca, sino muy cerca—detrás de esta pantalla de cosas visibles que lo oculta. Él está detrás de esta estructura material; el cielo y la tierra no son sino un velo desplegado entre Él y nosotros; llegará el día en que rasgará ese velo y aparecerá ante nuestra vista. Y entonces, de conformidad con la intensidad con que lo hemos estado esperando, nos recompensará. Si lo hemos olvidado, nos desconocerá; pero “¡felices esos servidores, que el amo, cuando llegue, hallará velando! […] Él se ceñirá, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirles. Y si llega a la segunda vela, o a la tercera y así los hallare, ¡felices de ellos!” (Lc. XII:37-38). ¡Quiera Dios que a todos nosotros nos toque ese destino! Es duro alcanzarlo, pero desdichado el que falla.
            Breve es la vida; cierta la muerte; y eterno el mundo por venir.
                                                                                    
                                                                                                      John Henry Newman



Algunos pensamientos de Imitación de Cristo, de Thomas Kempis, que nos animan a velar:


            "Así habías de conducirte en toda obra y pensamiento, como si hoy hubieses de morir.”

            “Si no estás dispuesto hoy, ¿cómo lo estarás mañana? Mañana es día incierto; y ¿qué sabes si amanecerás mañana?”

            “¡Ojalá hubiéramos vivido siquiera un día bien en este mundo!”

            “Bienaventurado el que tiene siempre la hora de la muerte delante de sus ojos y se dispone cada día a morir.”




                                   ESTRATEGIA

                                 Los rayos del sol
                                no pueden penetrar
    la sombra densa que aún me envuelve.

                          Tal vez, cuando recuerde
                           quién soy y por qué vine,
                              encuentre la manera
           de atravesar tan grueso muro.

                              O, tal vez, si recuerdo
   que puedo morir en cualquier momento,
                          que puedo morir justo ahora,
                                  el humo empezará,
                              por sí solo, a disolverse.

20 de noviembre de 2011

Jesucristo, Rey del universo




Evangelio de Mateo 25, 31-46

            En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:
            Cuando venga en su gloria el Hijo del Hombre y todos los ángeles con él se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones.
            Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha:
            ¾ Venid, vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme.
            Entonces los justos le contestarán:
            ¾ Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?
            Y el rey les dirá:
            ¾ Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis.
            Y entonces dirá a los de su izquierda:
            ¾ Apartaos de mí, malditos; id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis.
            Entonces también éstos contestarán:
            ¾ Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel y no te asistimos?
            Y él replicará:
            ¾ Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo.
            Y éstos irán al castigo eterno y los justos a la vida eterna.



            Hoy celebramos la fiesta de Jesucristo, Rey del universo. “Mi reino no es de este mundo” (Jn 18, 36), dijo el reo sereno al tembloroso pretor, antes de ser coronado de espinas. Y aún así, es Rey de todo el universo, también de este mundo perecedero, cuyo siniestro príncipe fue vencido y destronado por Él.
            En el Calvario fue derrotado el imperio del egoísmo, la soberbia y la muerte, y fue instaurado el reino de la gracia y del amor. Jesucristo es Rey del universo, no solo porque lo haya conquistado a través de la Cruz, siempre fue Rey, por herencia, desde la eternidad: “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.” (Jn 1, 1)
            Es Rey de todo, lo manifiesto y lo no manifiesto, lo visible y lo invisible, incluido nuestro mundo de tribulación. Pero Su reino no es de este mundo, viene de lo alto y hacia allí nos conduce a cuantos nos consideremos súbditos Suyos. El primero fue un ladrón, “muchos primeros serán últimos, y muchos últimos primeros”, (Mc 10, 31), Dimas, el buen ladrón, crucificado a la derecha del Jesús.
           Si decidimos ser súbditos de ese reino de gracia y de luz hemos de reverenciar a un Rey que, después de mostrar su mansedumbre en un juicio demencial, fue humillado, torturado y clavado desnudo en una cruz, para morir entre dos delincuentes. “Crucificaron con Él a dos ladrones. Uno a la derecha y otro a la izquierda.” (Mt 27, 38)
            Hay tres cruces en el Calvario; sigue habiendo tres cruces; en la del medio está clavado el Rey del universo.
            A su izquierda está Gestas, el soberbio ladrón impenitente, burlándose del Rey. Ebrio de arrogancia y sorna hasta en la muerte, no quiere darse cuenta de que está al borde del peor de los abismos y se recrea un poco más en su turbio sueño de locura y prepotencia.
            A la derecha del Rey, agoniza otro ladrón, manso y humilde. A pesar de su vida miserable, plagada de graves errores, ha conservado en el corazón la pureza suficiente para reconocer la majestad de su compañero de suplicio. Y es capaz, en un solo instante de fe arrolladora, de merecerlo todo, de conquistar el Reino, y se convierte en modelo y maestro de oración, enseñándonos a pedir.
            Dimas, el primer santo, canonizado por el mismo Jesucristo: “En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43), no pide ser bajado de la cruz para seguir viviendo, pues se reconoce merecedor del tremendo castigo. En su tímida, humilde oración, apenas se atreve a pedir un recuerdo. No se siente digno siquiera de entrar en ese Reino en el que ya cree con una fe vigorosa, nacida al borde de la muerte. Se conforma con que el Rey, que agoniza a su lado, se acuerde de él. Un recuerdo, un pensamiento es lo único que pide este “último” que se convierte en “primero” por el poder de la humildad. Y Jesucristo, que siempre escucha y es infinitamente generoso, le concede nada menos que la vida eterna.
            Tarde o temprano todos seremos crucificados; nadie escapa del dolor y la muerte. ¿Qué cruz elegiremos, la de la derecha o la de la izquierda, la del amor, la entrega y la humildad o la del desamor y la ciega soberbia? Conviene que vayamos eligiendo ya, mientras tenemos luz, el lugar que queremos ocupar, “pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda” (Mt 25, 33). El de la derecha nos hace súbditos del Rey, y, el colmo de las maravillas, co-herederos del Reino, en el de la izquierda solo hay esclavos.
“Caminad mientras tenéis la luz, para que la oscuridad no se apodere de vosotros. El que camina en la oscuridad no sabe adónde va. Mientras tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de la luz.” (Juan 12, 35-36)
            Elijamos ahora y elijamos bien, pero sin olvidar nunca que nuestro Rey es Aquel que vino a salvar lo que estaba perdido. Porque hay otra forma mucho más sutil y peligrosa de soberbia, que espera agazapada a los “buenos” que se vanaglorian de ser “buenos”, a los que se acomodan en sus acertadas opciones de vida y olvidan que Jesús aborrece a los tibios (Ap. 3, 16) y dijo que el reino de los cielos era arrebatado por los violentos (Mt 11, 12). Con la medida que midiereis seréis medidos (Mt 7, 2), dijo también este Rey que rompe todos los esquemas y anda con prostitutas y pecadores.
La fe sin obras es una fe muerta (Sant. 2, 26), pero qué más obra podía hacer Dimas que demostrar su fe con una brevísima y sincera oración. Es un ladrón, un delincuente, pero ha sabido decir sí cuando es sí y no cuando es no (Mt 5, 37), mejor que los apóstoles que, a excepción de Juan, no se atrevieron a acompañar a su Maestro hasta la cruz. La obra que acompaña la fe de Dimas es tan sutil que casi pasa desapercibida. La fe sin obras está muerta, pero muchas veces la obra sucede dentro, sin alardes, transformándonos y recreándonos a Su imagen y semejanza, porque la obra siempre es Suya, por mucho que parezca que nos afanamos, Suya siempre.
            Esa tímida petición de Dimas es su gran obra. Para decir “acuérdate de mí cuando estés en tu Reino” ha tenido que vivir un proceso interior de dimensiones incalculables. Acaso ese proceso haya durado años o acaso un instante de gracia. Cómo no iba a recibir Gracia el testigo más cercano de la Salvación.
Y Gestas, el mal ladrón, la oveja más perdida, como Judas, ¿la recibiría también, aunque no nos quede ni una prueba? ¿Podría seguir siendo el mal ladrón junto a la sangre bendita y todopoderosa de Aquel que la derramó por todos? ¿O sería su conversión tan silenciosa y discreta como un espirar confiado, como un abandonarse a los brazos del Padre de Aquel que está muriendo también por él, por el ciego Gestas que Le insulta y desafía hasta el final?
            “El último enemigo aniquilado será la muerte. Y, cuando todo esté sometido, entonces también el Hijo se someterá a Dios. Y así Dios lo será todo para todos.” 1 Cor 15, 26.28



El condenado se dirige ahora a la faz del cielo
Padre perdónalos porque no saben lo que hacen
no un rayo que los fulmine sino otro rayo
del cielo que los arrulle ha pedido y viene ese rayo
dulce y bueno perdonador de todos los crucificadores
en verdad en verdad el amor absoluto por sus enemigos
es el mundo al revés en sus ojos agonizantes
desde la profundidad del Reino clama perdón para sus deicidas
que no saben lo que hacen oh pobre condición humana
ellos ignoran lo inconmensurable de su propia acción
ellos son menos poderosos para hacerse el mal
que Jesucristo para hacerles bien por el crimen perfecto
que los convierte en amores de Jesucristo.

                                                                                     José Miguel Ibáñez Langlois
                                                                                            Libro de la Pasión


13 de noviembre de 2011

Atrévete a vivir


Comentario al Evangelio de hoy por Enrique Martínez Lozano:

Evangelio de Mateo 25, 14-30

         En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos esta parábola:
         Un hombre que se iba al extranjero llamó a sus empleados y los dejó encargados de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos de plata; a otro, dos; a otro, uno; a cada cual según su capacidad. Luego se marchó.
         El que recibió cinco talentos fue enseguida a negociar con ellos y ganó otros cinco. El que recibió dos hizo lo mismo y ganó otros dos. En cambio, el que recibió uno hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor.
         Al cabo de un tiempo volvió el señor de aquellos empleados y se puso a ajustar las cuentas con ellos.
         Se acercó el que había recibido cinco talentos y le presentó otros cinco, diciendo:
         ¾ Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco.
         Su señor le dijo:
         ¾ Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor.
         Se acercó luego el que había recibido dos talentos, y dijo:
         ¾ Señor, dos talentos me dejaste; mira, he ganado otros dos.
         Su señor le dijo:
         ¾ Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor.
         Finalmente, se acercó el que había recibido un talento y dijo:
         ¾ Señor, sabía que eres exigente, que siegas donde no siembras y recoges donde no esparces; tuve miedo y fui a esconder tu talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo.
         El señor le respondió:
         ¾ Eres un empleado negligente y holgazán. ¿Con que sabías que siego donde siembro y recojo donde no esparzo? Pues debías haber puesto mi dinero en el banco para que al volver yo pudiera recoger lo mío con los intereses. Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez. Porque al que tiene se le dará y le sobrará; pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. Y a ese empleado inútil echadlo fuera, a las tinieblas; allí será el llanto y el rechinar de dientes.


ATRÉVETE  A  VIVIR

            “Tener talento” es, entre nosotros, una frecuente expresión popular, en la que el término “talento” llega a equipararse con la propia inteligencia. De hecho, en otros países de habla española, una persona inteligente o brillante suele ser designada como una persona “talentosa”.
Un talento equivalía a 6000 denarios, una cantidad muy importante, si tenemos en cuenta que un denario correspondía al jornal de un día de trabajo. Las cifras de que habla la parábola son, en cualquier caso, considerables. Y ello nos aporta ya una primera clave, que conviene no olvidar.
El don es abundante. El dador –como había puesto de relieve la parábola del sembrador- se caracteriza por el exceso y el derroche.
Frente a ese exceso de don, resulta todavía más mezquina la actitud del tercer empleado que, llevado por el miedo, esconde lo recibido.

Pero, antes de adentrarnos en el contenido de la parábola, me parece necesario advertir que se trata de un texto susceptible de alimentar justamente la actitud opuesta a la que Jesús preconizaba.  
Leído en clave “religiosa” –y, en general, del yo-, pareciera que la narración es una apología de la idea del mérito y de la recompensa. Así hemos funcionado, con frecuencia, en la vida religiosa, también en la Iglesia.
El esquema básico se apoyaba en tres pilares: DON – EXIGENCIAS – RECOMPENSA. Este modo de plantear la relación entre Dios y el ser humano se derivaba de los pactos que los reyes solían hacer con sus vasallos. (No es extraño que la propia parábola se haya leído de esta forma: el rey da los talentos – les exige que los hagan fructificar – y recompensa a quien lo logra, mientras que castiga a quien fracasa).
Se aprecia fácilmente que ese esquema establece una relación mercantil. Y hoy también somos más conscientes de que una religiosidad establecida en clave de rivalidad –“do ut des”: “te doy para que me des”- no puede generar sino culpabilidad, rebeldía o resentimiento…
Por otro lado, esa manera de vivir la religión ha conducido a desviaciones graves como la autojustificación beata o la angustia culpabilizadora, donde el sujeto religioso llegaba a tener la sensación de haber sido encerrado por Dios mismo en un chantaje afectivo de imposible salida.

Personalmente, estoy convencido de que el mensaje y la propia práctica de Jesús constituyen un poderoso desactivador de tales posibles desviaciones, porque echan por tierra el esquema mismo.
No es el mérito, sino la gratuidad, lo que constituye el núcleo del mensaje de Jesús. Todo es don, Dios mismo es Gracia que rompe nuestras supuestas barreras de méritos y de “dignidad”.

¿Cómo leer entonces esta parábola? ¿No está insistiendo explícitamente en la obligatoriedad de “hacer producir” el don recibido para eludir la condena final?
Me parece que, para evitar, en lo posible, errores de lectura, es importante reconocer, de entrada, la limitación de los conceptos y de las palabras, así como su dependencia del contexto inmediato en el que se dicen.
Junto a ello, al acercarnos a un texto evangélico, no podemos olvidar nunca los elementos nucleares y característicos del propio evangelio. De otro modo corremos el riesgo de interpretar una perícopa determinada en contradicción con el evangelio en su conjunto.
En lo que se refiere a nuestro caso, lo que la parábola pretenda transmitir no puede ir nunca en contra de algo que para Jesús era prioritario: la gratuidad misericordiosa de Dios.
Un Dios “que ama a los ingratos y a los malos” (Lucas 6,35), que abraza al “hijo pródigo” y organiza una fiesta para él, sin ningún tipo de condición (Lucas 15,20-24), que es “amigo de publicanos y de pecadores” (Mateo 11,19)…, no puede luego “pasar cuentas” para admitir con él únicamente a quien ha “cumplido” y hecho suficientes méritos. Así pensaban los fariseos, no Jesús.
¿Qué significa esto? Que la “parábola de los talentos” no tiene por finalidad decirnos cómo es Dios –a diferencia, por ejemplo, de aquella otra del “hijo pródigo”-, sino que su objetivo es animarnos a despertar de la modorra y a superar el miedo que nos mantiene paralizados. Y en este sentido, se trata realmente de una narración sabia y estimulante.

Los talentos –sean cinco, dos o uno; en cualquier caso, una riqueza fabulosa- representan la riqueza que somos, de la que generalmente apenas conocemos una mínima parte.
La parábola viene a decirnos: tienes una riqueza, eres un tesoro…, ¡no tengas miedo ni te “entierres” en la mediocridad o superficialidad! Atrévete a vivir todo lo que eres. 
Nos negamos a vivir cada vez que nos reducimos al pequeño mundo de nuestro ego, encerrándonos en él y en sus mezquinos intereses, ignorando la verdad de quienes somos. Esta ignorancia hace que olvidemos la riqueza que somos y compartimos.
Sin embargo, en la medida en que nos vamos abriendo a nuestra verdad, experimentamos el “gozo de nuestro señor”, no como un “premio” o recompensa a los méritos del yo –esto sería fariseísmo-, sino porque nuestra verdad coincide con ese mismo gozo: uno y otra son la Plenitud anhelada.  
Por el contrario, cuando nos encerramos en el ego, lo que ahí aparece es “llanto y rechinar de dientes”, es decir, sufrimiento inútil y desazón constante, que no son un “castigo” proveniente de un Dios airado o molesto con nuestro comportamiento, sino consecuencia directa de ignorar la verdad de quienes somos. No olvidemos que ego es sinónimo de ignorancia, confusión y sufrimiento.
El “llanto y el rechinar de dientes” son imágenes apocalípticas, usadas para expresar un malestar agudo: la desesperación de los “impíos”, cuando se ven excluidos de la salvación. Es una pena que, durante tanto tiempo, se hayan leído de un modo literalista, hasta el punto de crear, a partir de ellas, un “infierno” para después de la muerte, como lugar de los condenados por Dios.
El infierno lo provoca nuestra ignorancia. Pero lo que somos –como don- es gozo y plenitud.

                                                                                     Enrique Martínez Lozano

                                                  

                                                    LIBERTAD CONDICIONAL
                                                                                 
                                                      Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos.
                                                                                                       Mateo 22, 14
                                                                                      
                                                  Todos llevamos dentro el cielo y el infierno.
                                                                                                Oscar Wilde

            Un segundo y me acerco
            al latido más claro.

            Un segundo y me alejo
            de su poder.

            Cada instante es el cielo
            o el infierno.

            Yo decido si quiero
            salvarme o no.

            Un segundo y soy,
            otro y desaparezco.

            Cada día emprendo
            el viaje decisivo.

            Cada día me quedo
            cien mil veces en tierra.

6 de noviembre de 2011

Velad, porque no sabéis el día ni la hora






Evangelio de Mateo 25, 1-13

         En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola:
         El Reino de los Cielos se parecerá a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas. Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz:
         ¾ ¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!
         Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las sensatas:
         ¾ Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas.
         Pero las sensatas contestaron:
         ¾ Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis.
         Mientras iban a comprarlo llegó el esposo y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta.
         Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo:
         ¾ Señor, señor, ábrenos.
         Pero él respondió:
         ¾ Os lo aseguro: no os conozco.
         Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora.




            Comentarios al Evangelio de hoy, por Santa Gertrudis de Helfta (1256-1301), monja benedictina, y Enrique Martínez Lozano. Dos miradas, dos comprensiones, dos sensibilidades muy diferentes, pero no contrapuestas, que nos recuerdan que Dios es todo en todos (1 Corintios 15, 28).


                             ¡QUE LLEGA EL ESPOSO! SALID A RECIBIRLO

            Mi Dios, mi dulce Noche, cuando me llegue la noche de esta vida, hazme dormir dulcemente en ti, y experimentar el feliz descanso que has preparado para aquellos que tú amas. Que la mirada tranquila y graciosa de tu amor organice y disponga con bondad los preparativos para mi boda. Con la abundancia de tu amor, cubre la pobreza de mi vida indigna; que mi alma habite en las delicias de tu amor, con una profunda confianza.  ¡Oh amor, eres para mí una noche hermosa, que mi alma diga con gozo y alegría a mi cuerpo un dulce adiós, y que mi espíritu, volviendo al Señor que me lo dio, descanse en paz bajo tu sombra. Entonces me dirás claramente: "Que viene el Esposo: sal ahora y únete a él íntimamente, para que te regocijes en la gloria de su rostro". ¿Cuándo, cuándo te me mostrarás, para que te vea y dibuje en mí, con deleite, esta fuente de vida que tú eres, Dios mío? (Isaías 12,3) Entonces beberé, me embriagaré en la abundante dulzura de esta fuente de vida de donde brotan las delicias de aquel que mi alma desea (Sal 41,3). ¡Oh, dulce rostro, ¿cuándo me colmarás de ti? Así entraré en el admirable santuario, hasta la visión de Dios (Sal 41,5); no estoy más que a la entrada, y mi corazón gime por la larga duración de mi exilio. ¿Cuándo me llenarás de alegría en tu rostro dulce? (Salmo 15,11) Entonces contemplaré y abrazaré al verdadero Esposo de mi alma, mi Jesús. Entonces conoceré como soy conocida (1 Corintios 13,12), amaré como soy amada; entonces te veré, Dios mío, tal como eres, en tu visión, tu felicidad y tu posesión bienaventurada por los siglos.
                                                                                          Santa Gertrudis de Helfta




DE  LA  INCONSCIENCIA  A  LA  LUZ

Sabemos que Mateo organiza la enseñanza de Jesús en cinco grandes discursos, mostrándolo, una vez más, como el “nuevo Moisés”, al que se creía autor de los “cinco libros” (Pentateuco) de la Torá.
El último de ellos es el “escatológico” y ocupa el capítulo 24. A continuación, el evangelista recoge cuatro parábolas que insisten en la actitud de la vigilancia: en la necesidad de “estar despiertos” y de “dar fruto”. Una de ellas es la que leemos hoy.
 El trasfondo de la parábola es la boda; en concreto, la costumbre de que unas jóvenes, con lámparas encendidas, recibieran al esposo que llegaba con la novia.
En la tradición bíblica, la “boda” es imagen del “banquete escatológico” y, en la literatura evangélica, puede ser símbolo también del Reino de Dios. Los dos grupos de doncellas hacen referencia a las dos posibles actitudes ante esa buena noticia: una sabia o sensata; la otra, necia o ignorante.
Desde nuestra perspectiva, cuando nos acercamos a una parábola –como a un cuento o a un sueño-, no parece apropiado hacer una lectura literalista. Se trata, más bien, de un relato metafórico-poético, realista, pedagógico-impactante e inacabado o abierto. Por tanto, ni hay que buscar una “explicación” exacta para cualquier elemento, ni hay que leerla en clave moralizante ni, mucho menos, mítica.
En el relato que nos ocupa, la alusión a que unas jóvenes –precisamente las que se presentan como “sensatas”- se nieguen a compartir el aceite con las otras no tiene ninguna relevancia; se trata, sencillamente, de una “necesidad” del relato.
Del mismo modo, me parece que una lectura mítica y meramente moralizante lo empobrece, convirtiéndolo en una “historia ejemplar” a la que imitar.
Desde mi punto de vista, una lectura ajustada debe arrancar de esta constatación: esta parábola está leyendo mi vida. Y la está leyendo justo ahora, en este preciso momento. Esta doble referencia –a la propia realidad y al momento presente- puede ofrecernos una clave que garantice una lectura profunda, regalándonos la riqueza que la parábola contiene.
La “boda” –el “banquete mesiánico”, el “reino de Dios”, la Plenitud…- es ahora. Nuestra mente no puede verlo así, porque para la mente (para el yo), el presente siempre es imperfecto. Dado que el yo no puede vivir en el presente –cuando se acalla el pensamiento, se disuelve-, proyecta al futuro la felicidad que desea, imaginando que la plenitud se ha de hallar en algún otro momento y otro lugar. 
El presente y el yo se excluyen mutuamente. Esta simple constatación nos ofrece pistas interesantes. No podré experimentar la plenitud del presente mientras esté identificado con mi yo. Todo malestar emocional o sufrimiento inútil es signo de que me he escapado del presente y he vuelto a encerrarme en alguna “historia” mental que mi yo ha tomado como cierta. Por tanto, todo ello se convierte en “alerta” que me avisa de la necesidad de “volver” al momento presente, detener cualquier historia y abrirme a percibir mi verdadera Identidad.
Al descubrirla, nos descubrimos también participando de la “boda” en este mismo momento. ¡Detén la mente! ¡Suelta cualquier “historia mental”! ¿Qué te falta?
Esta es la actitud sabia, simbolizada en las “vírgenes sensatas”; lo contrario –enroscarse en “historias” interminables que giran en torno al ego y a sus diferentes mecanismos- es permanecer “dormidos”, en la ignorancia de quienes somos y, por tanto, en el sufrimiento: es la actitud inconsciente, representada por las “vírgenes necias” (de “nescio”, literalmente “no sé”).
Unas y otras, sensatas y necias, no simbolizan a grupos humanos –como podrían ser, según algunas predicaciones que aún se escuchan, “creyentes” y “ateos”-, sino actitudes que conviven en cada uno de nosotros.
En nosotros hay una parte sabia capaz de “ver” la verdad de las cosas, y en nosotros hay también una parte necia que nos reduce al yo. Cuando es ésta la que manda, quedamos a merced de los pensamientos y de los vaivenes emocionales, confundidos e inermes. Por el contrario, cuando tomamos distancia de la mente y de las emociones –no evitándolas pero tampoco reduciéndonos a ella-, cae el velo del pensamiento y aparece la comprensión, es decir, la sabiduría.
La parábola es una invitación a hacer este tránsito: desde el parloteo mental interminable (que nos encierra en la inconsciencia y el sufrimiento) a la “atención plena” –los propios psicólogos y médicos están insistiendo cada vez más en sus beneficios-, que nos ancla en la sabiduría que nace de permanecer en el presente.

                                                                                      Enrique Martínez Lozano



LEGÍTIMA AMBICIÓN

Que tampoco mis versos
            se conformen con la luz
            siempre vaga y efímera del sueño.

            Que se atrevan a asomarse
            a ese abismo con su vértigo
            por ver qué hay más allá,
            por trascender la luz
            que se posa en los colores fugaces,
            en las formas variables de lo material.

            Y alcanzar la llama victoriosa,
            deslumbrante, decisiva,
            que espera generosa al otro lado,
            allí donde la mirada frena
            esa inercia de siglos de ignorancia
            y se detiene y ve
            un resplandor inmenso,
            capaz de iluminar lo más oscuro,
            aligerar lo denso y lo compacto,
            hacer invulnerable lo que aquí
            todavía se rompe o se separa.

 
 
CUANDO LLEGUE EL DÍA

Y cuando llegue el día,
¿qué salvaré de mi cajón de tiempo?
¿Cuántos momentos
podré llamar,
sin duda ni vergüenza,
Vida?