27 de octubre de 2012

Bartimeo

Evangelio de Marcos 10, 46b-52

En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, el ciego Bartimeo, el hijo de Timeo, estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”. Muchos le regañaban para que se callara. Pero él gritaba más: “Hijo de David, ten compasión de mí”. Jesús se detuvo y dijo: “Llamadlo”. Llamaron al ciego diciéndole: “Ánimo, levántate, que te llama”. Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le dijo: “¿Qué quieres que haga por ti?” El ciego le contestó: “Maestro, que pueda ver”. Jesús le dijo: “Anda, tu fe te ha curado”. Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.
 


                                            La curación del ciego, C. H. Bloch


 
                                      En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.

                                                                                                                           Juan 1, 4

BARTIMEO
  
Al borde del camino lo invoqué,
que acercara su llama a mi tiniebla,
que abrasara mis párpados pegados
y amanecieran sus ojos en los míos,
ciegos desde hace siglos, noche eterna.

Cómo no iba a saltar, soltarlo todo,
ir hacia aquel que, con solo llamarme,
me estaba liberando de mí mismo.
Bastó sentir que él es la luz del mundo
para que tanta luz naciera nueva
en mis ojos, cansados de no ver.
 
Escuchar su llamada hizo de mí
otro hombre: el hijo de Timeo,
para siempre arquetipo de los ciegos
que se atreven a ver con otros ojos,
sutiles y escondidos, capaces de apreciar
lo que vive y alienta, Lo que Es,
más allá de los cuerpos y las formas.

Apenas le atisbé con esos ojos
que ven el interior, lo que no muere,
y supe que un Sol nuevo se acercaba.
Abrasa mi ceguera, dijo mi corazón,
atraviésame, Hijo de David,
con el rayo implacable de tu amor.
 
Maestro, que vea, rogué confiado,
y le estaba pidiendo mucho más
que el sentido de la vista. Él lo sabía,
por eso dijo: tu fe te ha curado,
que significa: tu fe te ha salvado. Y lo seguí
por el camino que empieza en Jericó,
al borde de la sombra de este mundo,
y aún recorro, dos mil años después.

Recuperé la vista antes de ver,
cuando supe, con el don de la certeza,
que aquel hombre era el Hijo esperado de David.
No precisaba verlo con los ojos del cuerpo
para reconocer su linaje y su poder,
pero ante su semblante comprendí
que era el rostro humano del Altísimo.
Y abrí los ojos, por él resucitados,
y encontré un universo recién amanecido.

¿Cómo sabía yo que aquella voz
venía de un Sol nuevo y a la vez antiguo?
Bastaba oírle para comprender
que su mensaje era el definitivo,
que sus palabras jamás pasarían,
aunque el cielo y la tierra se acabaran.


Cómo no descubrir que él es la Luz

si percibí la eternidad vibrando,
radiante, en lo profundo de su voz.

Dijo: “Sea”, y fue la Luz
nueva del universo recreado.
Todo nuevo lo hacía; a mí también,
pobre mendigo ciego, qué limosna tan grande,
la más clara visión, la más hermosa
que en mi noche cerrada imaginé.


Anda, me dijo, tu fe te ha curado,

y percibí, justo detrás de él,
una sombra alargada, como un árbol,
o como una gran cruz, y me entró frío,
un frío intenso, más cruel que la ceguera.
Por eso lo seguí por el camino,
mis ojos llenos de luz, y en mi frente
esa terrible Cruz que nos salvaba.

Cómo no levantarme de aquel salto
si me estaba llamando la Verdad,
y cómo no caminar eternamente
por los senderos que abre la Belleza
del Hijo de David, el Salvador.
Tú me darás la Vida a cada paso,
yo cantaré mi fe con alegría,
para que el mundo conozca el resplandor
de tu figura, y los ciegos vean,
los cojos anden, los muertos vivan.

No quiero más limosna ni más gracia,
consuelo o esperanza que ver siempre
tu perfil encendido, donde nacen
los colores del Reino, transformando
este mundo que, ciego, languidece
en la penumbra gris de un álbum viejo.

Maestro, que vea, dije convencido,
y escuché brotar de mi garganta
el grito desesperado de un millón de ciegos,
mil millones de ciegos, tal vez más,
a lo largo y lo ancho de la historia.
 
Un grito o una súplica, un clamor,
que él apacigua con el rayo firme,
vertical, de su voz eterna y libre,
deshaciendo en octavas musicales
todos los miedos de la humanidad,
las sombras que nos atan y separan.

Cómo no tener fe, si en sus palabras
sonaba el eco del “Hágase la luz”,
por mí y por cuantos quieran renacer
para poder mirarse en el espejo
del rostro de Dios en el mundo.
Jesús de Nazaret, Hijo de David,
origen de la luz, yo, Bartimeo,
con los ojos abiertos
y el corazón despierto,
aún te sigo.

 

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