29 de marzo de 2013

Todo en la Cruz. Morir con Él.

                                           Cristo crucificado
                                               Cristo Crucificado, El Greco


                               Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo;
                               pero si muere, da mucho fruto.
                                                                                                Juan 12, 24

            Toda la historia cabe en ese instante. En esa cruz están todos los mundos posibles, y, en ese cuerpo que agoniza, cabe toda la humanidad: la muerta, la viva, la por nacer. En ese dolor supremo, están contenidos los dolores del universo de todas las épocas. En ese amor extremo y perfecto, cabe todo el amor imperfecto de todos los hombres que han esperado, muchas veces sin saber que lo esperaban, un salvador que les abriera las puertas de la Vida.
            ¿Nos atrevemos a morir con Él para poder resucitar y alumbrar nueva vida? ¿Nos dejamos fascinar, llenar y transformar por su enseñanza y su ejemplo, hasta el punto de seguirle hasta el final?
No van a torturarnos ni a clavarnos a una cruz, solo se nos pide que le sigamos en el amor y que, como Él, perdonemos sin límite y amemos sin reservas. Pero, para amar de verdad, con el corazón abierto y generoso de los hijos de Dios, para vivir el amor consciente e incondicionado que somos, hace falta que algo muera en nosotros, precisamente lo que no somos en esencia, lo que nos lastra y esclaviza, lo que nos mantiene aferrados a la representación de este mundo, que ha de pasar, que ya está pasando.
Creemos en Jesucristo, le amamos como podemos o sabemos, queremos ser sus discípulos… Pero a casi todos nos falta un “empujón final”, una asignatura pendiente e imprescindible que nos permita comprender el mensaje del Maestro en toda su profundidad, el amor a Dios y el amor al prójimo, que a veces nos queda tan grande, tan lejano, o solo tan incómodo para nuestro egoísmo.
Para poder asimilar la dimensión de la resurrección a la que estamos llamados, y empezar a experimentarla ya, ahora, con su poder transformador, necesitamos haber atravesado la muerte previa a la muerte física, la que hace posible el segundo nacimiento del que Jesús habló a Nicodemo, y a todos nosotros. Tenemos que mirarnos por dentro, sin excusas ni mentiras, implacablemente, y renunciar, aunque cueste, aunque duela, a todo aquello que sobra, que estorba, que nos falsea y deforma, que endurece y cierra el corazón.
Solo así, muriendo antes de morir, podemos llegar a ser verdaderos discípulos, dispuestos a beber Su cáliz, necesario para experimentar la aurora de un nuevo día.

            En estos días santos, la poesía, capaz de llegar hasta donde la mente no alcanza, nos ayuda a meditar y contemplar los Misterios. Como este poema del anónimo autor (¿quizá Lope de Vega?), claramente enamorado, y, por eso, valiente y libre:

No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

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