26 de abril de 2011

Noli me tangere


Dulce fue este amor entre Nuestro Señor y María: ¡cuánto lo amaba!, ¡cuánto más la amaba Él!

                                                                                                   La Nube del no Saber


            He vuelto a soñar con María Magdalena, la discípula fiel. Estaba en la orilla del Mar de Galilea y hablaba con un hombre joven. Acaso fuera Juan o Santiago el Menor. Acaso fueras tú.


            Él dijo: Noli me tangere, y así lo conté. Creyeron que había dicho “no me toques”, pero el sentido era: “suéltame, no me retengas”, porque lo que me costaba era desatar los lazos del espíritu, y sintió mi ansiedad, mi inclinación hacia Él, mi mirada colgada de la Suya, transparente.
Pocos comprenderán lo que significa de verdad noli me tangere. Solo aquellos que crean sin ver y sepan que Él vino a tocar ese rincón de sus almas donde nace la fe. Lo entenderán quienes hayan luchado contra los apegos y hayan conocido lo difícil y necesario que es aprender a soltar.
            Él subía al Padre, y muchos pensaban en un padre anciano, con ojos y boca, con brazos y cansancio. No se acordaban de que Él había dicho: “quien me ha visto a mí, ha visto al Padre”. No estaban preparados para entender que el Padre no está lejos, en un extraño lugar, en un reino remoto. El Padre es aquí, en Él, en nosotros, pero muchos no lo vieron, no lo ven.
            Él nos enseñó a mirar, conscientes de estar mirando. Antes de Él mis ojos eran limitados, sólo veían lo que tenía delante, y a veces ni eso. Junto a Él mi campo de visión se fue abriendo, mostrando un horizonte cada vez más próximo y más amplio, vasto, profundo. Y me enseñó a ajustar la mirada interior, la que me permitió verme a mí misma con nitidez y objetividad, para intentar imitarle y configurarme con Él algun día.
            Dios vivía en Su cuerpo, moraba en Él, y ahora Él vive y mora en nosotros. Cómo voy a echarle de menos, si al mirarme en el espejo le veo, si te miro a ti y le veo, le escucho si hablas y también cuando callas.
            Ante la Cruz empecé a comprender, y sus palabras crearon significados nuevos. No era un moribundo lo que estaba viendo, sino un Instante infinito, la tierra elevándose hacia el cielo, el alma del Hombre nuevo ascendiendo hasta Dios.
            Yo lloraba en silencio y le pedía que se fuera, que dejara de sufrir. Se lo pedía al Maestro que había caminado junto a nosotros. Lloraba y pedía que se liberara del suplicio, pero algo en mí mantenía la calma, una calma expectante y vertical, donde podía nacer una esperanza firme como el Árbol de la Vida.
            No era un hombre humillado y moribundo lo que mis ojos veían, era mi destino glorioso y el de todos los hombres, la Cruz de la unidad y el conocimiento, Alfa y Omega, el Verbo, las palabras que nunca pasarán.
            En ese Instante eterno, todo estuvo claro. Luego descendí bruscamente, abandoné aquella altura de conciencia y dignidad, me dejé zarandear por el espectro de mis antiguos demonios al verle morir. Tal vez influyó Su grito de desolación inaudita. Luego comprendí que aquel momento de tiniebla fue también necesario para que todo se cumpliera.
            Con Su muerte, anduve perdida durante tres días de ceguera y angustia. Bajé a los infiernos de la locura y allí permanecí hasta que volví a verle y un latido de luz nació en mis venas y mi frente, con qué rítmico fluir de vida nueva y abundante.
            Hoy sé por qué no comprendíamos hasta el fondo Sus enseñanzas. ¿Cómo íbamos a entender lo que solo al cumplirse lograría la plenitud de su sentido? Él había encendido en nuestras almas una llama que, a partir del Gólgota, se avivó hasta consumir en nosotros el viejo mundo y hacerlo todo nuevo.
            He estado otras veces junto a sepulcros como el de José de Arimatea, que Él ocupó durante apenas dos días. He visto cómo se desplazaba la piedra, separándonos para siempre de un cuerpo conocido. He ungido algunos de esos cuerpos y he llorado, casi siempre por compasión hacia los vivos. Pero nunca hasta Su entierro había sentido un frío semejante, que me traspasaba y me dejaba sin aliento. Tampoco hasta entonces me había parecido tan oscura la noche, tan tenebrosa.
            Qué muerta la piedra de su sepulcro. Qué muerta mi mirada sobre aquella rugosidad fría. Qué muerto el mundo aquella noche. No quedaba rincón a salvo de la muerte, ni un valle donde refugiarse, ni un techo bajo el cual olvidar que estábamos muertos, pudriéndonos sin Él, sin Su palabra viva.
            Porque bastaba escucharle para que el día tuviera sentido y conocer e integrar tantas cosas que aún permanecían fuera de nosotros. No hacía falta más; escucharle y mirarle con el corazón abierto y el alma creciendo libre. Entonces volvían a multiplicarse los panes y los peces, aunque los demás no lo vieran ni probaran tan sutil alimento.
            Él nos quería nuevos, y por eso fui nueva. Sí, es cierto que Él hacía todo nuevo. Mírame, a mí me renovó con su palabra de luz y su silencio, más hondo que el Mar de Galilea que aún me recuerda el color de Sus ojos. Fui capaz de penetrar en lo más profundo de mi ser, para renacer a esa nueva vida.
            Cómo hacerles ver que Él no estaba muerto, que éramos nosotros los que por fin nos atrevíamos a morir para volver a nacer de sus manos, vasijas nuevas, llamas recién encendidas en viejas velas que llevaban años, siglos sin alumbrar.
“Suéltame, no me retengas, que aún no he subido al Padre.” Ahora lo comprendo y lo digo en silencio si algo en mí vuelve a soñar con el amor de un hombre. Me doy cuenta de que creerme el espejismo o caer en la trampa de un amor limitado me retiene, me impide vivir para Él.
            Es hora de amar, aprender a amar como Él amó, a todos, sin distinción. Buscar el amor de un hombre sería un absurdo error, ahora que conozco el mundo y sus leyes, que atan y esclavizan. Conformarme con unas cuantas palabras dulces sería renunciar a la Palabra, con toda su belleza palpitante, con su verdad y su vida.
           Esa es la actitud necesaria: “Suéltame, que aún no he ido al Padre”. Amar a todos como a uno mismo, como Él nos amó, sin posesiones, dependencias ni apegos, sin excluir a nadie. “No me retengas”, repito entonces a esa ilusión de amor, no me esclavices, no me engañes ni permitas que te engañe, nos engañemos y creamos que somos la meta el uno para el otro. La meta es otra; la meta es Él.
No toques mi inclinación a lo alto, a lo hondo, a lo verdadero, no sea que se quiebre, aún es frágil. No toques el silencio donde lo encuentro y yo no tocaré el tuyo. No apagues la chispa de eternidad que Él encendió en mi corazón, ni pises la semilla que vibra para transformarse y dar fruto. No reprimas esta sed, esta hambre del espíritu. No retengamos nuestra esencia de hijos del Padre, haciéndonos creer que somos hijos del mundo o de la tierra. No toques mis alas, que aún están creciendo, y yo miraré las tuyas con distancia aparente, como se miran nuestras almas.
            Lo que hay en nosotros de cierto e imperecedero, ya está mirándose, se mira desde antes de que tú y yo fuéramos conscientes de existir. No me retengas, no te retengo con estas manos torpes y estos pies de barro. Amémonos así, como hermanos, con el respeto del que se sabe limitado y quiere dejar de serlo. No me retengas en el mundo de formas y de nombres, suéltame, deja que vaya al Padre. Este anhelo de Él no me separa de ti ni de otros hermanos, nos hace capaces de amarnos de verdad, sin condiciones, como Él. Porque ya somos Suyos; nos está poniendo nombre.
Si volvemos a tener miedo de la soledad o volvemos a tener miedo del miedo, es hora de sentir Su presencia y recordar: “dichosos los que crean sin haber visto”. Y recordar también que Él está con nosotros todos los días hasta el fin de los tiempos, y que, antes de subir al Padre, dijo: “no temáis, yo he vencido al mundo”. Él ha vencido al mundo por nosotros; compartamos este triunfo con los que aún no saben que la victoria ya es de los que creen en Él.
            Él sigue hablándome: Noli me tangere, suéltame, no me retengas, renuncia a mí para ganarme. Como renunciaste a tu vida por mí, y la tuviste en abundancia, no te aferres a lo que tus ojos han visto y tus oídos han escuchado. Hay mucho más que aún no conoces; suéltame y un día lo tendrás, en ti, parte de ti, en unión perfecta de mi Espíritu y el tuyo.

         
            Gracias María; hasta el próximo encuentro. Espero volver a soñar contigo pronto. ¿O eres tú la que me sueña?

2 comentarios:

  1. Que bello. Con este análisis entendemos lo que hay de divino en cada uno de nosotros y lo que hay de humano en el Maestro Jesús. Gracias.

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  2. Muchas gracias, Diana, por esa acogida. Bienvenida a este blog que te abre la puerta para que te quedes. Y yo mi corazón.

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