24 de abril de 2011

¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!


 “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos.”

                                                                                                Mateo 28, 20


            En los últimos días he leído varios escritos, creo que bienintencionados pero confundidos, sobre la necesidad de replantear la muerte y resurrección de Jesucristo. Dicen, entre otras cosas, que hay que bajar a Cristo de la cruz, que debemos olvidar el sacrificio para quedarnos con el amor, que la imaginería de la Semana Santa es rancia, que hay que centrarse en el mensaje revolucionario de la enseñaza de Jesús y ocuparnos de los pobres y oprimidos… 
            Claro que el centro del cristianismo es el amor, y que sin amar al hermano no puede haber amor a Dios. Afirmarlo y vivirlo no supone obviar la importancia de la cruz, símbolo excelso del amor, lo que Rudolf Steiner y Sergei Prokofieff llaman el Misterio del Gólgota.
            Como señala Annick de Souzenelle, nuestro tiempo lineal es trascendido, porque la memoria del presente en “Yo Soy”, YHWH, se realiza en la Persona de Cristo. Solo Él se ha revelado en “Yo Soy”. Otros tendieron a ello en su interioridad, como Moisés en un “Yo seré”, pero Cristo es ese Instante del mundo, porque es el Hijo de Dios. En ese Instante contemplamos el beso del cielo y de la tierra, el beso del interior y del exterior y de todas las antinomias, resueltas en la Cruz y en el triunfo de la Resurrección.
            Por eso decimos que Jesucristo es la Palabra definitiva de Dios, que se inmola a Sí mismo a través de Su Hijo, en un sacrificio irrepetible, donde Él es a la vez víctima inocente e inmortal, sacerdote todopoderoso, altar perpetuo y fuego puro. Si miramos el Misterio del Gólgota y la Resurrección con los ojos del corazón, descubrimos que el Reino de Dios es Jesucristo. Dice Ivo Le Loup (Sédir) que el único medio de poder imaginar lo que puede llegar a ser la vida en ese Reino es mirar lo que Él ha hecho aquí abajo.
            Si la Encarnación es ya un acto de amor infinito de Dios hacia el hombre, su Sacrificio y su Resurrección son la plenitud de ese amor, algo tan inconcebible que la mente se rinde y se retira.
            ¿Cómo pasar de puntillas por este Misterio que nos incorpora a Cristo y nos permite ser hombres nuevos, hombres para la vida, no ya para la muerte? ¿Cómo querer cambiar lo único que no se puede cambiar? ¿Cómo pretender cambiar nada, si no cambiamos nosotros mismos?
            Uno de estos escritos “progresistas” propone una “perspectiva actualizada” de lo que celebramos. Reflexionemos sobre lo que significa la palabra actualizar en su verdadero sentido. El significado más epidérmico y vulgar de la palabra "actual" es “moderno”, y en él se queda el autor. Pero hay un significado más profundo: “real”, por oposición a potencial. No nos conformemos con lo fácil y accesible, ni nos quedemos con el presente cronológico, que hace reivindicar la modernidad y el progresismo (otra palabra con diferentes niveles de significado). Seamos audaces y apostemos por ese presente atemporal que es nuestra esencia y nuestro destino, del que el otro, si es vivido con atención y consciencia, es solo una puerta, un anticipo.
            Si queremos ser realmente revolucionarios, luchemos en primer lugar contra nuestros verdaderos enemigos, que no son las procesiones ni la iconografía de la Semana Santa, ni las tradiciones devotas populares, que nos pueden llegar más o menos, o nada.
           Los enemigos los llevamos dentro; son el tiempo y la muerte, cuya raíz es el pecado, no en su sentido rancio como dicen estos escritos, banalizando de nuevo las palabras, sino en su auténtico significado, que tiene que ver con la soberbia, la riqueza de espíritu, el egoísmo, la mentira, la separación, las falsas creencias que nos condicionan. Otro día hablaremos del sentido profundo del pecado, del estado de Caída y de la Redención, tan superficialmente comprendidos en los comentarios a los que me refiero.
          Hoy celebramos que Él ha resucitado y nos enseña a vencer a esos enemigos interiores; con Él los vencemos, en realidad. Nuestra tarea es darnos cuenta de ello y aceptarlo. Cuesta un gran esfuerzo, porque el ego y sus personajes, propios del hombre viejo, quieren impedirlo a toda costa. Aceptar que con Él hemos vencido al pecado y a la muerte les haría desaparecer, por eso sabotean el trabajo necesario de aceptación y toma de conciencia de lo que realmente somos: hijos de Dios y coherederos de Su Reino, por Aquel que nos ha devuelto esa dignidad.
            Apelan a la ciencia, sin profundizar en sus hallazgos, a lo que se ve en la calle, a la necesidad de acabar con un Dios vengativo, implacable y justiciero. ¿Quién cree hoy en ese Dios? Los que aún lo ven fuera han de transformarlo dentro de sí en el Dios de amor, que es el verdadero.
            Escriben que están cansados de Crucificados y Vírgenes Dolorosas, que las Siete Palabras no les dicen nada. No han experimentado en sí mismos el Misterio del Gólgota, por eso no pueden ver que la Cruz es el único camino hacia la resurrección y la vida. Si recordaran las palabras de Jesús a Nicodemo y comprendieran lo que significa nacer de nuevo… Si lograran escuchar las Siete Palabras con el corazón, en lugar de con la mente inferior, tan lógica, tan limitada, incapaz de penetrar el Misterio, tal vez descubrirían que lo imposible puede ser posible si es Dios, un Dios loco de amor, el que lo quiere y lo realiza.
            El humilde, el pobre de espíritu, el que ha logrado un corazón de niño es capaz de asombrarse de tal modo ante el Misterio, que no se pierde en discusiones vanas. No necesita elaborar “otro Jesús”, porque vive junto a Él, el único, y experimenta su amor incondicional, que transforma y libera. Por eso no se distrae, y deja a los muertos que entierren a los muertos; le basta con seguir al que vive.
            Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, hace posible con su muerte y su resurrección el triunfo de la vida para toda la humanidad. Desde ese momento, verdaderamente actual, no vivimos sometidos al tiempo y la muerte, vivimos en Kairós, el tiempo de la gracia, y la muerte ya no tiene poder sobre nosotros. Sufrimos y morimos como una circunstancia temporal, sobre la que nos alzamos para llegar a nuestro destino de seres creados para vivir eternamente.
            “Dioses sois”, nos recordó el Maestro. Pero muchos aún no lo creen. Hace falta tener un corazón sencillo para que la buena nueva nos transforme y podamos nacer de nuevo. Los soberbios, y muchos de los que por inercia o ignorancia se dejan seducir por ese progresismo mal entendido y trasnochado, siguen buscando entre los muertos al que vive.
            A ellos y a los que sí creen que Él es la Resurrección y la Vida, a todos: ¡Feliz Pascua!



No hay comentarios:

Publicar un comentario