30 de abril de 2011

Creer y ver


Comentario de Enrique Martínez Lozano al Evangelio del Domingo II de Pascua 

Evangelio de Juan 20, 19-31

 Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
— Paz a vosotros.
Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
— Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
— Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían:
— Hemos visto al Señor.
Pero él les contestó:
— Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo:
— Paz a vosotros.
 Luego dijo a Tomás:
— Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.
Contestó Tomás:
— ¡Señor mío y Dios mío!
Jesús le dijo:
— ¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.


                                           CREER Y VER

Si en el cuarto evangelio, todos los personajes que aparecen son representativos, Tomás es símbolo de aquellos discípulos que tenían (tienen) dificultades o se resistían (resisten) a creer en la resurrección de Jesús. Pensando en ellos, el autor del evangelio ha construido una catequesis, que gira en torno a dos cuestiones centrales: la afirmación de fe de Tomás y la bienaventuranza que pone en boca de Jesús.
Empecemos por el final: “Dichosos los que creen sin haber visto”. En el cuarto evangelio, el tema de “creer” –que aparece unido a “nacer de nuevo”- presenta una especial relevancia y remite a algo paradójico: No se trata de “ver” para poder “creer”, sino justo al revés: sólo cuando se “cree”, se “ve”.
Aunque de entrada pueda sonar extraña, en realidad esa paradoja responde ajustadamente a lo que es la condición humana. Si sabemos que “creer” significa “confiar”, caeremos en la cuenta de que el niño, antes de “saber”, confía… Y sobre esa confianza se empieza a construir su personalidad.
¿Qué significa, pues, “creer” o “confiar”? Aquí está la clave de toda esta cuestión. Se trata de acceder a un estadio de conciencia donde la confianza resplandece, porque descubres que, en ese nivel, todo está bien. Acalla la mente y su vagabundeo errático, silencia el ego y su cúmulo de deseos, y emergerá la Quietud, el estado de Presencia, caracterizado por la Confianza y la Certeza: es justo ahí cuando empiezas a “ver” o a comprender.
Esa es precisamente la bienaventuranza: se proclama felices o dichosos a quienes, trascendiendo la mente y el yo, experimentan la confianza radical, en ese estado que permite “ver”.
De este modo, parece que el autor del evangelio buscaba motivar a los cristianos de la segunda generación para que acogieran la fe en la resurrección y, de ese modo, llegaran a la profesión de fe cristiana: “Señor mío y Dios mío”. Porque es ahí –viene a decir- donde se juega la fe, no en el hecho de haber tocado o no las llagas del resucitado.
Lo que se percibe y vive en ese nivel –trascendida la mente y el yo- es Paz y Perdón. Ahí se ha dejado el reino del ego y se es introducido en el reino del Espíritu. No es extraño que sean precisamente ésas las palabras del resucitado.

Por lo demás, el resto del relato no parece ser sino una escenificación que pretendía mostrar el objetivo enunciado.
Se sitúan las apariciones, tanto la primera como la segunda, en domingo –“el día del Señor”- y en el contexto de la celebración de la Eucaristía. Con lo que el autor transmite también otro mensaje: la eucaristía –o “fracción del pan”, o “cena del Señor”- es el “lugar” idóneo para experimentar al resucitado; y quien no participa de ella, pierde la posibilidad de verlo. Pero no por un motivo mágico –como si de un premio se tratara-, sino porque la eucaristía es la celebración de la Unidad de todo.
Se menciona de un modo expreso el miedo de los discípulos. Si tenemos en cuenta que este evangelio no se escribe antes del año 100, no sabemos si esa mención obedece a un recuerdo histórico –en el contexto de alguna persecución de que fueran objeto los discípulos de Jesús por parte de los judíos-, o quiere mostrar sencillamente el estado de ánimo del grupo antes del “encuentro” con el resucitado, o incluso si sólo es un pretexto para decir que las puertas estaban “cerradas” y, aun a pesar de ello, Jesús se hace presente.
El mensaje puesto en boca del resucitado es siempre un mensaje de Paz. De hecho, lo había sido a lo largo de toda la vida del Maestro, a pesar de haber vivido en un conflicto casi permanente. En medio del conflicto, Jesús fue paz.
La paz es hermana de la confianza. Al acallar la mente –cuando dices “¡párate!”-, aparece lo que siempre hay: Quietud (otro nombre de la paz). Y simultáneamente, Confianza que brota al apercibir que, en ese “lugar”, en el Silencio que está oculto detrás de tantos ruidos de todo tipo, todo está bien. La confianza y la paz se hermanan en una sensación de Gozo sereno y desapropiado, que no está reñido con que, a nivel superficial, aparezcan alegrías o tristezas efímeras.
Quien experimenta esto, se siente “enviado”, tal como señala el mismo texto. No a hacer proselitismo ni porque se crea en posesión de la verdad. Es algo mucho más hondo, gratuito y desapropiado. Sentirse “enviado” es, sencillamente, reconocerse como “cauce” a través del cual la Vida se expresa. Por eso mismo, no hay apropiación ni expectativas; se deja que la Vida sea. Por eso, en este sentido en el que lo estamos planteando, únicamente puede sentirse “enviado” quien ha dejado de identificarse con su yo, se ha desprendido del ego. El yo no puede nunca vivir como “enviado”, aunque lo proclame, porque su característica es vivir egocentrado, justo lo opuesto a ser cauce.
Tanto la paz como el envío y el perdón, que se nombrará más adelante, nacen –es otra forma de decirlo- de experimentarse llenos del Espíritu. En el Silencio de la mente, en la Quietud de la Presencia, en la desapropiación del yo, lo que queda es Espíritu… Y eso que queda es, justamente, nuestra identidad más profunda.
Pierre Teilhard de Chardin decía que “no somos seres humanos que vivimos una aventura espiritual, sino seres espirituales viviendo una aventura humana”. Mientras estamos identificados con el yo, convencidos de que eso es nuestra identidad última, si somos personas religiosas, vemos el Espíritu como alguien “exterior” o, al menos, separado, de quien vendría la fuerza a nuestro pequeño yo.
Al despertar, todo se modifica. Venimos a descubrir que somos el Espíritu, que se está expresando en una forma concreta, la de cada yo particular. En lo concreto, no se trata, por tanto, de acudir al Espíritu para que venga en auxilio de mi pequeño yo, sino de no olvidar nunca más que “soy” el Espíritu viviéndose en una particular forma humana.  
He entrecomillado la palabra “soy”, porque el sujeto de la misma no es mi pequeño yo -¡eso sí que sería el colmo de la inflación egoica!-, sino el mismo Espíritu que habla a través de esta forma.
Es precisamente en este cambio en la percepción de nuestra identidad donde se juega el “salto” que parece anunciarse en la humanidad. Un salto decisivo que habrá de llevarnos de vivir egocentrados –girando únicamente en torno a nuestros pequeños intereses, sean individuales o colectivos- a experimentarnos como una única Identidad compartida en la que, en cada ser, nos reconocemos a nosotros mismos. Esto no es otra cosa que la vivencia de la No-dualidad: las diferencias están, pero dentro de una no-separación o Unidad radical.
Es también a partir de ahí como se modifica tanto la percepción como el comportamiento. ¿Cómo me dirigiré al otro, a quien reconozco como el Espíritu, el mismo Espíritu que “yo” soy en mi identidad más profunda? ¿Cómo actuaré con alguien que, detrás de su forma particular, “soy” yo mismo, detrás también de mi particular forma? Únicamente desde aquí es posible vivir el perdón, el no-juicio, la compasión y el amor servicial. Ahí “vemos” al resucitado, como espejo de lo que somos y siempre hemos sido y nunca dejaremos de ser.

Una poesía de Eugenia Domínguez apunta e invita a que salgamos de la ignorancia que supone reducirnos a la mente y tengamos el coraje de permanecer, sencillamente, en el Yo Soy. Di “Yo soy”, no añadas nada más… y permanece ahí, hasta que la luz se manifieste.


                                                PAUSA

Tardé tanto en convencerme
de que correr y  morir son lo mismo…
Alguna tregua breve,
y vuelta a la tortura de la noria,
donde luces y sombras se suceden
y se mezclan aturdidas.

Tardé siglos en darme cuenta
de mi prolongada, absurda muerte
y un instante sólo en detenerme,
el instante preciso para ver
que vivo y reconocer
mi peso, mi paso, mi volumen,
el misterio que alienta
en mi cuerpo y lo trasciende
difuminando sus bordes,
uniendo mi vida a la Vida.

Un instante sólo en detenerme,
reconocer que Soy
y Ser.


(Eugenia DOMÍNGUEZ, Vocación de diamante, Torremozas, Madrid 2005, p.42).


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26 de abril de 2011

Noli me tangere


Dulce fue este amor entre Nuestro Señor y María: ¡cuánto lo amaba!, ¡cuánto más la amaba Él!

                                                                                                   La Nube del no Saber


            He vuelto a soñar con María Magdalena, la discípula fiel. Estaba en la orilla del Mar de Galilea y hablaba con un hombre joven. Acaso fuera Juan o Santiago el Menor. Acaso fueras tú.


            Él dijo: Noli me tangere, y así lo conté. Creyeron que había dicho “no me toques”, pero el sentido era: “suéltame, no me retengas”, porque lo que me costaba era desatar los lazos del espíritu, y sintió mi ansiedad, mi inclinación hacia Él, mi mirada colgada de la Suya, transparente.
Pocos comprenderán lo que significa de verdad noli me tangere. Solo aquellos que crean sin ver y sepan que Él vino a tocar ese rincón de sus almas donde nace la fe. Lo entenderán quienes hayan luchado contra los apegos y hayan conocido lo difícil y necesario que es aprender a soltar.
            Él subía al Padre, y muchos pensaban en un padre anciano, con ojos y boca, con brazos y cansancio. No se acordaban de que Él había dicho: “quien me ha visto a mí, ha visto al Padre”. No estaban preparados para entender que el Padre no está lejos, en un extraño lugar, en un reino remoto. El Padre es aquí, en Él, en nosotros, pero muchos no lo vieron, no lo ven.
            Él nos enseñó a mirar, conscientes de estar mirando. Antes de Él mis ojos eran limitados, sólo veían lo que tenía delante, y a veces ni eso. Junto a Él mi campo de visión se fue abriendo, mostrando un horizonte cada vez más próximo y más amplio, vasto, profundo. Y me enseñó a ajustar la mirada interior, la que me permitió verme a mí misma con nitidez y objetividad, para intentar imitarle y configurarme con Él algun día.
            Dios vivía en Su cuerpo, moraba en Él, y ahora Él vive y mora en nosotros. Cómo voy a echarle de menos, si al mirarme en el espejo le veo, si te miro a ti y le veo, le escucho si hablas y también cuando callas.
            Ante la Cruz empecé a comprender, y sus palabras crearon significados nuevos. No era un moribundo lo que estaba viendo, sino un Instante infinito, la tierra elevándose hacia el cielo, el alma del Hombre nuevo ascendiendo hasta Dios.
            Yo lloraba en silencio y le pedía que se fuera, que dejara de sufrir. Se lo pedía al Maestro que había caminado junto a nosotros. Lloraba y pedía que se liberara del suplicio, pero algo en mí mantenía la calma, una calma expectante y vertical, donde podía nacer una esperanza firme como el Árbol de la Vida.
            No era un hombre humillado y moribundo lo que mis ojos veían, era mi destino glorioso y el de todos los hombres, la Cruz de la unidad y el conocimiento, Alfa y Omega, el Verbo, las palabras que nunca pasarán.
            En ese Instante eterno, todo estuvo claro. Luego descendí bruscamente, abandoné aquella altura de conciencia y dignidad, me dejé zarandear por el espectro de mis antiguos demonios al verle morir. Tal vez influyó Su grito de desolación inaudita. Luego comprendí que aquel momento de tiniebla fue también necesario para que todo se cumpliera.
            Con Su muerte, anduve perdida durante tres días de ceguera y angustia. Bajé a los infiernos de la locura y allí permanecí hasta que volví a verle y un latido de luz nació en mis venas y mi frente, con qué rítmico fluir de vida nueva y abundante.
            Hoy sé por qué no comprendíamos hasta el fondo Sus enseñanzas. ¿Cómo íbamos a entender lo que solo al cumplirse lograría la plenitud de su sentido? Él había encendido en nuestras almas una llama que, a partir del Gólgota, se avivó hasta consumir en nosotros el viejo mundo y hacerlo todo nuevo.
            He estado otras veces junto a sepulcros como el de José de Arimatea, que Él ocupó durante apenas dos días. He visto cómo se desplazaba la piedra, separándonos para siempre de un cuerpo conocido. He ungido algunos de esos cuerpos y he llorado, casi siempre por compasión hacia los vivos. Pero nunca hasta Su entierro había sentido un frío semejante, que me traspasaba y me dejaba sin aliento. Tampoco hasta entonces me había parecido tan oscura la noche, tan tenebrosa.
            Qué muerta la piedra de su sepulcro. Qué muerta mi mirada sobre aquella rugosidad fría. Qué muerto el mundo aquella noche. No quedaba rincón a salvo de la muerte, ni un valle donde refugiarse, ni un techo bajo el cual olvidar que estábamos muertos, pudriéndonos sin Él, sin Su palabra viva.
            Porque bastaba escucharle para que el día tuviera sentido y conocer e integrar tantas cosas que aún permanecían fuera de nosotros. No hacía falta más; escucharle y mirarle con el corazón abierto y el alma creciendo libre. Entonces volvían a multiplicarse los panes y los peces, aunque los demás no lo vieran ni probaran tan sutil alimento.
            Él nos quería nuevos, y por eso fui nueva. Sí, es cierto que Él hacía todo nuevo. Mírame, a mí me renovó con su palabra de luz y su silencio, más hondo que el Mar de Galilea que aún me recuerda el color de Sus ojos. Fui capaz de penetrar en lo más profundo de mi ser, para renacer a esa nueva vida.
            Cómo hacerles ver que Él no estaba muerto, que éramos nosotros los que por fin nos atrevíamos a morir para volver a nacer de sus manos, vasijas nuevas, llamas recién encendidas en viejas velas que llevaban años, siglos sin alumbrar.
“Suéltame, no me retengas, que aún no he subido al Padre.” Ahora lo comprendo y lo digo en silencio si algo en mí vuelve a soñar con el amor de un hombre. Me doy cuenta de que creerme el espejismo o caer en la trampa de un amor limitado me retiene, me impide vivir para Él.
            Es hora de amar, aprender a amar como Él amó, a todos, sin distinción. Buscar el amor de un hombre sería un absurdo error, ahora que conozco el mundo y sus leyes, que atan y esclavizan. Conformarme con unas cuantas palabras dulces sería renunciar a la Palabra, con toda su belleza palpitante, con su verdad y su vida.
           Esa es la actitud necesaria: “Suéltame, que aún no he ido al Padre”. Amar a todos como a uno mismo, como Él nos amó, sin posesiones, dependencias ni apegos, sin excluir a nadie. “No me retengas”, repito entonces a esa ilusión de amor, no me esclavices, no me engañes ni permitas que te engañe, nos engañemos y creamos que somos la meta el uno para el otro. La meta es otra; la meta es Él.
No toques mi inclinación a lo alto, a lo hondo, a lo verdadero, no sea que se quiebre, aún es frágil. No toques el silencio donde lo encuentro y yo no tocaré el tuyo. No apagues la chispa de eternidad que Él encendió en mi corazón, ni pises la semilla que vibra para transformarse y dar fruto. No reprimas esta sed, esta hambre del espíritu. No retengamos nuestra esencia de hijos del Padre, haciéndonos creer que somos hijos del mundo o de la tierra. No toques mis alas, que aún están creciendo, y yo miraré las tuyas con distancia aparente, como se miran nuestras almas.
            Lo que hay en nosotros de cierto e imperecedero, ya está mirándose, se mira desde antes de que tú y yo fuéramos conscientes de existir. No me retengas, no te retengo con estas manos torpes y estos pies de barro. Amémonos así, como hermanos, con el respeto del que se sabe limitado y quiere dejar de serlo. No me retengas en el mundo de formas y de nombres, suéltame, deja que vaya al Padre. Este anhelo de Él no me separa de ti ni de otros hermanos, nos hace capaces de amarnos de verdad, sin condiciones, como Él. Porque ya somos Suyos; nos está poniendo nombre.
Si volvemos a tener miedo de la soledad o volvemos a tener miedo del miedo, es hora de sentir Su presencia y recordar: “dichosos los que crean sin haber visto”. Y recordar también que Él está con nosotros todos los días hasta el fin de los tiempos, y que, antes de subir al Padre, dijo: “no temáis, yo he vencido al mundo”. Él ha vencido al mundo por nosotros; compartamos este triunfo con los que aún no saben que la victoria ya es de los que creen en Él.
            Él sigue hablándome: Noli me tangere, suéltame, no me retengas, renuncia a mí para ganarme. Como renunciaste a tu vida por mí, y la tuviste en abundancia, no te aferres a lo que tus ojos han visto y tus oídos han escuchado. Hay mucho más que aún no conoces; suéltame y un día lo tendrás, en ti, parte de ti, en unión perfecta de mi Espíritu y el tuyo.

         
            Gracias María; hasta el próximo encuentro. Espero volver a soñar contigo pronto. ¿O eres tú la que me sueña?

24 de abril de 2011

¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!


 “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos.”

                                                                                                Mateo 28, 20


            En los últimos días he leído varios escritos, creo que bienintencionados pero confundidos, sobre la necesidad de replantear la muerte y resurrección de Jesucristo. Dicen, entre otras cosas, que hay que bajar a Cristo de la cruz, que debemos olvidar el sacrificio para quedarnos con el amor, que la imaginería de la Semana Santa es rancia, que hay que centrarse en el mensaje revolucionario de la enseñaza de Jesús y ocuparnos de los pobres y oprimidos… 
            Claro que el centro del cristianismo es el amor, y que sin amar al hermano no puede haber amor a Dios. Afirmarlo y vivirlo no supone obviar la importancia de la cruz, símbolo excelso del amor, lo que Rudolf Steiner y Sergei Prokofieff llaman el Misterio del Gólgota.
            Como señala Annick de Souzenelle, nuestro tiempo lineal es trascendido, porque la memoria del presente en “Yo Soy”, YHWH, se realiza en la Persona de Cristo. Solo Él se ha revelado en “Yo Soy”. Otros tendieron a ello en su interioridad, como Moisés en un “Yo seré”, pero Cristo es ese Instante del mundo, porque es el Hijo de Dios. En ese Instante contemplamos el beso del cielo y de la tierra, el beso del interior y del exterior y de todas las antinomias, resueltas en la Cruz y en el triunfo de la Resurrección.
            Por eso decimos que Jesucristo es la Palabra definitiva de Dios, que se inmola a Sí mismo a través de Su Hijo, en un sacrificio irrepetible, donde Él es a la vez víctima inocente e inmortal, sacerdote todopoderoso, altar perpetuo y fuego puro. Si miramos el Misterio del Gólgota y la Resurrección con los ojos del corazón, descubrimos que el Reino de Dios es Jesucristo. Dice Ivo Le Loup (Sédir) que el único medio de poder imaginar lo que puede llegar a ser la vida en ese Reino es mirar lo que Él ha hecho aquí abajo.
            Si la Encarnación es ya un acto de amor infinito de Dios hacia el hombre, su Sacrificio y su Resurrección son la plenitud de ese amor, algo tan inconcebible que la mente se rinde y se retira.
            ¿Cómo pasar de puntillas por este Misterio que nos incorpora a Cristo y nos permite ser hombres nuevos, hombres para la vida, no ya para la muerte? ¿Cómo querer cambiar lo único que no se puede cambiar? ¿Cómo pretender cambiar nada, si no cambiamos nosotros mismos?
            Uno de estos escritos “progresistas” propone una “perspectiva actualizada” de lo que celebramos. Reflexionemos sobre lo que significa la palabra actualizar en su verdadero sentido. El significado más epidérmico y vulgar de la palabra "actual" es “moderno”, y en él se queda el autor. Pero hay un significado más profundo: “real”, por oposición a potencial. No nos conformemos con lo fácil y accesible, ni nos quedemos con el presente cronológico, que hace reivindicar la modernidad y el progresismo (otra palabra con diferentes niveles de significado). Seamos audaces y apostemos por ese presente atemporal que es nuestra esencia y nuestro destino, del que el otro, si es vivido con atención y consciencia, es solo una puerta, un anticipo.
            Si queremos ser realmente revolucionarios, luchemos en primer lugar contra nuestros verdaderos enemigos, que no son las procesiones ni la iconografía de la Semana Santa, ni las tradiciones devotas populares, que nos pueden llegar más o menos, o nada.
           Los enemigos los llevamos dentro; son el tiempo y la muerte, cuya raíz es el pecado, no en su sentido rancio como dicen estos escritos, banalizando de nuevo las palabras, sino en su auténtico significado, que tiene que ver con la soberbia, la riqueza de espíritu, el egoísmo, la mentira, la separación, las falsas creencias que nos condicionan. Otro día hablaremos del sentido profundo del pecado, del estado de Caída y de la Redención, tan superficialmente comprendidos en los comentarios a los que me refiero.
          Hoy celebramos que Él ha resucitado y nos enseña a vencer a esos enemigos interiores; con Él los vencemos, en realidad. Nuestra tarea es darnos cuenta de ello y aceptarlo. Cuesta un gran esfuerzo, porque el ego y sus personajes, propios del hombre viejo, quieren impedirlo a toda costa. Aceptar que con Él hemos vencido al pecado y a la muerte les haría desaparecer, por eso sabotean el trabajo necesario de aceptación y toma de conciencia de lo que realmente somos: hijos de Dios y coherederos de Su Reino, por Aquel que nos ha devuelto esa dignidad.
            Apelan a la ciencia, sin profundizar en sus hallazgos, a lo que se ve en la calle, a la necesidad de acabar con un Dios vengativo, implacable y justiciero. ¿Quién cree hoy en ese Dios? Los que aún lo ven fuera han de transformarlo dentro de sí en el Dios de amor, que es el verdadero.
            Escriben que están cansados de Crucificados y Vírgenes Dolorosas, que las Siete Palabras no les dicen nada. No han experimentado en sí mismos el Misterio del Gólgota, por eso no pueden ver que la Cruz es el único camino hacia la resurrección y la vida. Si recordaran las palabras de Jesús a Nicodemo y comprendieran lo que significa nacer de nuevo… Si lograran escuchar las Siete Palabras con el corazón, en lugar de con la mente inferior, tan lógica, tan limitada, incapaz de penetrar el Misterio, tal vez descubrirían que lo imposible puede ser posible si es Dios, un Dios loco de amor, el que lo quiere y lo realiza.
            El humilde, el pobre de espíritu, el que ha logrado un corazón de niño es capaz de asombrarse de tal modo ante el Misterio, que no se pierde en discusiones vanas. No necesita elaborar “otro Jesús”, porque vive junto a Él, el único, y experimenta su amor incondicional, que transforma y libera. Por eso no se distrae, y deja a los muertos que entierren a los muertos; le basta con seguir al que vive.
            Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, hace posible con su muerte y su resurrección el triunfo de la vida para toda la humanidad. Desde ese momento, verdaderamente actual, no vivimos sometidos al tiempo y la muerte, vivimos en Kairós, el tiempo de la gracia, y la muerte ya no tiene poder sobre nosotros. Sufrimos y morimos como una circunstancia temporal, sobre la que nos alzamos para llegar a nuestro destino de seres creados para vivir eternamente.
            “Dioses sois”, nos recordó el Maestro. Pero muchos aún no lo creen. Hace falta tener un corazón sencillo para que la buena nueva nos transforme y podamos nacer de nuevo. Los soberbios, y muchos de los que por inercia o ignorancia se dejan seducir por ese progresismo mal entendido y trasnochado, siguen buscando entre los muertos al que vive.
            A ellos y a los que sí creen que Él es la Resurrección y la Vida, a todos: ¡Feliz Pascua!



22 de abril de 2011

Un sepulcro prestado para tres días

   
        Quiero continuar estas reflexiones de Semana Santa, recurriendo de nuevo al inolvidable Ramón Cue, jesuita de pluma audaz y alma lírica, que viaja como nadie al centro del corazón de Jesús, para transmitirnos su latido más cierto y acercarnos a Él como el amigo, el hermano, el maestro amoroso que es.

          Hoy es un día aparentemente oscuro, día de sepulcros y ausencias, día de luto y llanto contenido, día aciago que se ha vuelto noche. Pero, sin esta larga noche necesaria, no hubiera podido amanecer el día del triunfo definitivo contra la muerte. 

            "Jamás hubo en el universo tanta inmovilidad como en aquellos tres días no completos en que un sepulcro, pasmado y sin aliento, contenía el cadáver de Dios.
            Todo parecía contagiarse de su letal reposo.
            Pero eran sólo apariencias. En realidad, Jesús andaba muy atareado llevando su respuesta a un mundo trágico que desde hacía siglos, desde el primer hombre muerto en la tierra, se había quedado sin palabras y aguardaba una respuesta, que nadie jamás había osado ni había logrado dársela: el mundo de los muertos.
            Cuando Cristo muerto visitó a los muertos, se abrió la cárcel, se derrumbó el muro, desapareció el abismo; les llevó la libertad, la palabra, la luz. Era un muerto que había vencido a la muerte y que visitaba a los muertos para llevarles su victoria, que era de todos y para todos.
            La inmovilidad en aquel sepulcro era aparente. Nadie sospechaba en Jerusalén, y menos los escribas y fariseos, que Jesús, mientras tanto, visitaba a los muertos para entonar con ellos un himno, sin réplica, a la Liberación y a la Vida.
            Una visita de Jesús que no ha terminado. Una visita que se perpetúa desde entonces. Una presencia que no se apaga ni se eclipsa.
            Por eso, cuando pasemos al otro lado, al final de nuestro último viaje, nos encontraremos con Jesús, que allí espera, desde entonces, la llegada de todos los muertos.
            Por eso, cuando me entierren, me bajarán a un sepulcro que ya estuvo ocupado por Cristo.
            No hay sepulcros nuevos: nadie estrena tumba. Todas las tumbas fueron ya estrenadas y benditas por Cristo. La compañía de su muerte redentora se adelantó a esperarnos. Nadie duerme solo en su tumba.
            Nunca ha habido un sepulcro más lleno: lo henchía todo el fracaso de Dios. Y nunca ha habido un sepulcro más vacío: todo, con Él, ha resucitado. Ya tienen respuesta los pecadores, los enfermos, los pobres, los oprimidos, los pacíficos, los misericordiosos, los muertos. Todo ha resucitado con Cristo."

                                                                                                          Ramón Cue
                                                                             El Vía Crucis de todos los hombres

20 de abril de 2011

La Última Cena. Por Edith Stein


La Última Cena. Leonardo da Vinci
                          

               Mateo 26, 17-29;     Marcos 14, 12-25;     Lucas 22, 7-20;  


Conocemos por los relatos evangélicos que Cristo oraba como oraba un
judío creyente y fiel a la Ley. Que rezó las antiguas oraciones de
bendición, que todavía hoy se rezan sobre el pan, el vino y los frutos de
la tierra, nos lo atestigua el relato de su última cena con sus discípulos,
que estuvo dedicada al cumplimiento de uno de los más sagrados deberes
religiosos: a la solemne cena pascual, a la conmemoración de la liberación
de la esclavitud de Egipto. Y quizás nos ofrece, precisamente esta cena, la
visión más profunda de la oración de Cristo y la clave para entender la
oración de la Iglesia. La bendición y la distribución del pan y del
vino eran parte del rito de la cena pascual. Pero ambas reciben aquí un
sentido completamente nuevo. Con ellas comienza la vida de la Iglesia. Sin
duda, será a partir de Pentecostés cuando aparezca abiertamente como
comunidad llena de espíritu y visible. Pero es aquí, en la cena pascual,
cuando tiene lugar el injerto de los sarmientos en la cepa que hace posible
la efusión del Espíritu. Las antiguas oraciones de bendición se han
convertido en boca de Cristo en palabra creadora de vida. Los frutos de la
tierra se han convertido en su carne y sangre, llenos de vida. La comida
pascual de la Antigua Alianza se ha convertido en la comida pascual de
la
Nueva Alianza.

                                   Santa Teresa-Benedicta de la Cruz [Edith Stein] (1891-1942)



14 de abril de 2011

Lázaro, sal afuera


            Cuántas veces somos como Lázaro, muertos que esperan una voz clara y poderosa para volver a la vida, auténticos zombis dominados por la inercia, los prejuicios y condicionamientos, y por ese enemigo sutil que adormece, aliena y mata: el exceso de comodidades, germen de pereza y hedonismo.

            Sal afuera, nos dice Su voz; fuera de tus rutinas, tus mentiras y tus miedos; sal afuera del egoísmo, la avidez y la ventaja; fuera de esa casita de muñecas que confundes con lo real, mira que es un sepulcro oscuro y frío.
           
            Cuántas veces, más muertos que Lázaro, nos quedamos en la "añadidura", olvidando lo esencial. Porque las palabras de Jesús: "Yo soy la resurrección y la vida", no son solo promesa de eternidad. Ya ahora, aquí, sin que el cuerpo haya muerto todavía, Él resucita lo que en nosotros estaba muerto, nos despierta y nos llama a una nueva vida, ese reino de amor, verdad y justicia que nos empeñamos en no ver, cuando está tan cerca, tan dentro.


INERCIA

Perdemos el tiempo                            
cambiando cosas de sitio,
como si nos fuera la vida en ello,
y no nos va en ello.
Bodas, negocios, citas, mudanzas,
días que pasan, meses que aplastan,
años vacíos que parecen llenos.
Creemos avanzar,
     ganar,
                              prosperar,
                                                realizar,
y solo cambiamos cosas de sitio.
Ni siquiera logramos cambiar nosotros mismos
en el loco trasiego que se lleva
los días que nos dieron para amar.




4 de abril de 2011

La habitación de al lado


Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. Juan 11, 25-26

Ella creía en Ti, y ya está contigo. Por eso sigo hablándole, porque sé que no se ha ido y que volveremos a verla. No se me ocurre mejor homenaje que transcribir el panegírico que San Agustín escribió tras la muerte de un amigo. El sacerdote lo leyó antes del entierro de mi tía Paqui, y fueron palabras de consuelo en un momento tan duro.
Transcribo también un precioso fragmento de prosa poética de Tagore, sobre un niño que, a punto de pasar a "la habitación de al lado", se dirige a su madre. Aunque lleva por título El fin, Tagore intuía lo que nos espera: la plenitud del amor, el reencuentro, la unidad.

Gracias, tía Paqui. Sigues aquí, muy cerca, inspirándonos, mirándonos hasta que volvamos a verte.


La muerte no es el final. San Agustín

La muerte no es nada, sólo he pasado a la habitación de al lado.
Yo soy yo, vosotros sois vosotros.
Lo que somos unos para los otros seguimos siéndolo
Dadme el nombre que siempre me habéis dado. Hablad de mí como siempre lo habéis hecho. No uséis un tono diferente.
No toméis un aire solemne y triste.
Seguid riendo de lo que nos hacía reír juntos. Rezad, sonreíd, pensad en mí.
Que mi nombre sea pronunciado como siempre lo ha sido, sin énfasis de ninguna clase, sin señal de sombra.
La vida es lo que siempre ha sido. El hilo no se ha cortado.
¿Por qué estaría yo fuera de vuestra mente? ¿Simplemente porque estoy fuera de vuestra vista?
Os espero; no estoy lejos, solo al otro lado del camino.
¿Veis? Todo está bien.
No lloréis si me amabais. ¡Si conocierais el don de Dios y lo que es el Cielo! ¡Si pudierais oír el cántico de los ángeles y verme en medio de ellos! ¡Si pudierais ver con vuestros ojos los horizontes, los campos eternos y los nuevos senderos que atravieso! ¡Si por un instante pudierais contemplar como yo la belleza ante la cual todas las bellezas palidecen!
Creedme: cuando la muerte venga a romper vuestras ligaduras, como ha roto las que a mí me encadenaban, y cuando un día que Dios ha fijado y conoce, vuestra alma venga a este Cielo en el que os ha precedido la mía, ese día volveréis a ver a aquel que os amaba y que siempre os ama, y encontraréis su corazón, con todas sus ternuras purificadas.
Volveréis a verme, pero transfigurado y feliz, no ya esperando la muerte, sino avanzando con vosotros por los senderos nuevos de la Luz y de la Vida, bebiendo con embriaguez a los pies de Dios un néctar del cual nadie se saciará jamás.
AMÉN


El fin. Rabindranath Tagore

Me voy madre; es mi hora... Cuando en la oscuridad clareante de la madrugada solitaria tiendas tus brazos buscando a tu niño por tu cama, yo te diré: "¡El niño ya no está!"... Madre, me voy.
Me convertiré en un aire delicado para acariciarte; seré las onditas del agua cuando te bañes, y te besaré y te besaré sin descanso. En las noches de huracán, cuando la lluvia suene en las hojas, oirás desde tu cama mi susurro, y mi risa brillará con el relámpago por tu ventana abierta.
Si, pensando en tu niño, te pasas las horas de la noche desvelada, yo te cantaré desde las estrellas: "Duerme, madre, duerme." Vendré en el rayo de luna y me pasaré suavemente a tu cama y me echaré en tu pecho mientras duermes. Me haré un ensueño y por las rendijas de tus párpados me hundiré en lo más hondo de tu descanso; y cuando te despiertes sobresaltada y mires alrededor, saldré volando con un temblor de mariposa a la oscuridad.
En la fiesta grande de Puja, cuando vengan a jugar a casa los niños del vecino, fluiré yo derretido en la música de la flauta y latiré todo el día en tu corazón. Tía traerá regalos de la feria, y preguntará: "¿Y el niño, hermana, dónde está?" Madre, y tú le dirás dulcemente: "Está en las niñas de mis ojos, está en mi cuerpo, está en mi alma."