¿Nos atrevemos a morir con Él para poder resucitar y
alumbrar nueva vida? ¿Nos dejamos fascinar, llenar y transformar por su
enseñanza y su ejemplo, hasta el punto de seguirle hasta el final?
No van a torturarnos ni a clavarnos a una cruz, solo se
nos pide que le sigamos en el amor y que, como Él, perdonemos sin límite y amemos
sin reservas. Pero para amar de verdad, con el corazón abierto y generoso de
los hijos de Dios, para vivir el amor consciente e incondicionado que somos,
hace falta que algo muera en nosotros, precisamente lo que no somos en esencia,
lo que nos lastra y esclaviza, lo que nos mantiene aferrados a la
representación de este mundo, que ha de pasar, que ya está pasando.
Creemos en
Jesucristo, le amamos como podemos o sabemos, queremos ser sus discípulos… Pero
a casi todos nos falta un “empujón final”, una asignatura pendiente e
imprescindible que nos permita comprender el mensaje del Maestro en toda su
profundidad, el amor a Dios y el amor al prójimo, que a veces nos queda tan
grande, tan lejano, o solo tan incómodo para nuestro egoísmo.
Para poder
asimilar la dimensión de la resurrección a la que estamos llamados, y empezar a
experimentarla ya, ahora, con su poder transformador, necesitamos haber
atravesado la muerte previa a la muerte física, la que hace posible el segundo
nacimiento del que Jesús habló a Nicodemo, y a todos nosotros. Tenemos que mirarnos por dentro, sin
excusas ni mentiras, implacablemente, y renunciar, aunque cueste, aunque duela,
a todo aquello que sobra, que estorba, que nos falsea y deforma, que endurece y
cierra el corazón.
Solo así, muriendo antes de morir, podemos llegar a ser
verdaderos discípulos, dispuestos a beber Su cáliz, necesario para experimentar
la aurora de un nuevo día.
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