Mis sentimientos religiosos no han sido siempre los de hoy, y, admirando el cristianismo, he desconocido, sin embargo, muchos de sus frutos. Indignado ante el abuso de algunas instituciones y los vicios de algunos hombres, caí antaño en las declamaciones y en los sofismas. Podría achacar ese pecado a mi juventud, a la sociedad que frecuentaba, pero prefiero culparme; no sé disculpar lo que no es en modo alguno excusable.
Chateaubriand
Prefacio de 1802 a El Genio del Cristianismo
Dice San Alfonso María de Ligorio que, con una sola vez que nos acercáramos a la Eucaristía con la disposición adecuada, podríamos alcanzar la santidad. ¿Nos falta fe, o atención, o voluntad, o gratitud, o asombro? ¿Nos falta generosidad? ¿Nos falta amor? Necesitamos contemplar más y mejor el Misterio, pensarlo, sentirlo, meditarlo, guardarlo en el corazón. Es todo a veces tan mediocre, tan banal en nuestras vidas, que tendemos a banalizar hasta lo más sagrado. Por eso, cuando encontramos “despertadores”, asideros o claves que nos dan un impulso y nos hacen salir de esa tibieza, nos gusta compartirlos.
El descubrimiento de Chateaubriand fue para mí uno de esos revulsivos necesarios y un fiel compañero de camino, que me sigue ayudando en esa tarea tan fructífera de “repensar la vida”. Cuántas semejanzas me pareció entrever entre su itinerario espiritual y el mío. Gracias a Dios, yo no he sufrido la violencia de un Terror post revolucionario. Pero hay mucha violencia y muchos terrores menos evidentes, que nos acosan dentro y fuera de nosotros.
Las terribles consecuencias de la Revolución Francesa le hicieron volver a la fe cristiana (de la que su alma, en el fondo, nunca se había ido); y con qué deslumbrante profundidad, con qué entusiasta convicción. Lo que le alejó de sus raíces cristianas, un “centro” intelectual sobredimensionado aunque de cortos vuelos, fue el que, una vez entrenado para apuntar alto y lejos, armonizado e integrado en la totalidad de su ser, le hizo regresar, nuevo, un renacido Chateaubriand, con la mente y el corazón trabajando al unísono.
Quién mejor que el autor de El Genio del Cristianismo, con su lucidez y su sinceridad, para decir lo de siempre de forma diferente. Recurro a él para volver a contemplar este Misterio que nos espera cada día para, cuando de verdad queramos, con una voluntad limpia y nueva, renacida, transformarnos definitivamente.
Escuchémosle sin prejuicios ni condicionamientos, como si estuviéramos descubriendo, por primera vez, este valioso tesoro.
Escuchémosle sin prejuicios ni condicionamientos, como si estuviéramos descubriendo, por primera vez, este valioso tesoro.
En la Eucaristía se descubre el misterio directo y la presencia real de Dios en el pan consagrado. Aquí es preciso que el alma vuele por un momento a ese mundo intelectual que le fue abierto antes de su caída.
Cuando el Omnipotente hubo creado al hombre a su semejanza, animándole con un soplo de vida, hizo alianza con él. Adán y Dios conversaban en la soledad, pero la alianza quedó rota de hecho como resultado de la desobediencia, porque el Ser eterno no podía proseguir comunicándose con la muerte, ni la espiritualidad tener algo en común con la materia, pues entre dos cosas de propiedades diferentes no puede establecerse punto alguno de contacto sino en virtud de un medio. El primer esfuerzo que el amor divino llevó a cabo para acercarse a nosotros fue la vocación de Abrahán y el establecimiento de los sacrificios, figuras que anunciaban al mundo el advenimiento del Mesías. El Salvador, al rehabilitarnos en nuestros fines, debía devolvernos nuestros privilegios; y el más precioso de estos era, sin duda, el de comunicar con el Creador. Pero esta comunicación no podía ya ser inmediata como en el Paraíso terrenal; en primer lugar, porque nuestro origen subsistió mancillado; y en segundo, porque nuestro cuerpo, ya esclavo de la muerte, es demasiado débil para comunicarse directamente con Dios sin morir. Era preciso, pues, un intermediario, y este fue su Hijo, que se dio al hombre en la Eucaristía, haciéndose, digámoslo así, el camino sublime por cuyo medio nos reunimos de nuevo con el Creador de nuestra alma.
Si el Hijo hubiera permanecido en su esencia primitiva, es evidente que habría existido en la tierra la misma separación entre Dios y el hombre, porque no puede haber unión entre una realidad eterna y el sueño de nuestra vida. Pero el Verbo se dignó hacerse semejante a nosotros al descender al seno de una mujer. Por una parte, se enlaza con su Padre en virtud de su espiritualidad, y por la otra se une con la carne, en razón de su forma humana; de esta manera se constituye el lazo buscado entre el hijo culpable y el padre misericordioso. Ocultándose bajo la especie de pan, se hace un objeto sensible para los ojos del cuerpo, mientras permanece un objeto intelectual para los del alma. Si ha escogido el pan para velarse es porque el trigo es un emblema noble y puro del alimento divino.
Si esta elevada y misteriosa teología, de la que nos limitamos a trazar algunos rasgos, arredra a nuestros lectores, obsérvese cuán luminosa es esta metafísica, comparada con la de Pitágoras, Platón, Timeo, Aristóteles, Carnéades y Epicuro, pues no se halla en ella ninguna de esas abstracciones de ideas, para las cuales es forzoso crearse un lenguaje ininteligible al común de los hombres.
Resumiendo, la Comunión enseña la moral, porque es preciso hallarse puro para acercarse a ella; es la ofrenda de los dones de la tierra al Creador, y trae a la memoria la sublime y tierna historia del Hijo del hombre. Unida al recuerdo de la Pascua y de la Primera Alianza, la Comunión va a perderse en la noche de los tiempos; se enlaza con las primeras nociones relativas al hombre religioso y político, y expresa la antigua igualdad del género humano; finalmente, perpetúa la memoria de nuestra primera caída, y la de nuestra rehabilitación y unión con Dios.
Chateaubriand
El Genio del Cristianismo
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